Quienes crecimos en el antiguo régimen fuimos educados en la creencia de un omnipresente Estado mexicano dominando cada rincón del país, donde lo que no estaba prohibido era porque lo permitían nuestros dictadores constitucionales, quienes se podían manchar a placer las manos de sangre o de dinero mal habido. Poco a poco, la dictadura perfecta, bautizada por Vargas Llosa, empezó a cuartearse, víctima de las crisis económicas del populismo y por las revueltas del 88 y del 94, que despojaron al vetusto Estado Nuevo de la Revolución Mexicana de dos de sus símbolos más preciados, el general Cárdenas (cuyo hijo se rebelaba) y el general Zapata, expropiado por una guerrilla más informática que bélica. Y la bala que mató a Colosio dejó en terapia intensiva al vetusto endriago: el asesinato de su candidato presidencial lo privaba de su principal fuente de legitimación, el ser el garante de la paz social.

Curiosamente, la alternancia electoral aterciopelada que dio paso a la presidencia de Fox fortaleció una convicción que en 2000 le pareció justa, en mala hora, a buena parte de los ganadores: el omnipotente Estado mexicano estaba más allá del Priato, al grado que con el PAN en el poder, un cambio de gobierno no convertía en urgente una profunda reforma estatal. El cuento de nuestro ogro filantrópico, como lo había llamado Paz, empezó a terminarse cuando en 2006 el segundo presidente panista, Calderón, obligado a cumplir con la ley, erró al calcular el costo humano de desencadenar una guerra civil entre los cárteles de la droga, en la cual el Ejército hubo de intervenir ante la inepcia de decenas de policías estatales y municipales para afrontar el horror.

En 2010, con cifras espeluznantes de ejecuciones, visité en Oxford a Alan Knight, el historiador inglés de la Revolución Mexicana, para entrevistarlo para Letras Libres a propósito del centenario de aquella otra guerra civil cuyo mapa de sangre se desplegaba en las mismas zonas del país que cien años atrás. Knight, presuroso, me soltó una tesis que ingenuamente creí interesaría a los periodistas.

El Estado mexicano, me dijo Knight, había sido un “Leviatán de papel”, es decir, un gigante con pies de barro, históricamente incapaz de cumplir con mucho de aquello que les hacía creer a sus gobernados que era capaz de ejecutar. Mediocre como creador de crecimiento económico y justicia social, su capacidad de fuego, con la cual nos asustó con el petate del muerto de Tlatelolco, era precaria al enfrentarse por primera vez a un enemigo verdadero, el narcotráfico y sus bandas homicidas, empeñadas en secuestrar y destruir a la sociedad civil en vastas zonas del país.

Más allá de la picaresca carcelaria y de los lamentos por tener un Presidente mostrenco apoyado en muletas inútiles, la fuga del Chapo Guzmán simboliza que la guerra se perdió. El enemigo es más fuerte y puede comprar a quien sea hasta introducirse en la cárcel más vigilada del país y rescatar al príncipe de los reos. Toca olvidarse de la guerra y hacer de la despenalización de las drogas una política de Estado. Por ese lado soplan los vientos en el mundo. En México, no serán los conservadores de izquierda ni los de derecha, quienes se atrevan a dar ese paso histórico. Es la oportunidad para los priístas pragmáticos y liberales. Es la hora para la verdadera izquierda socialdemócrata, si ésta sobrevive, en algún rincón del PRD: allí tiene la única causa política y social que podría librarla de la extinción.

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