El 24 de marzo de 1982 se incendió la Cineteca Nacional, entonces situada en la esquina de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco. No fueron muchas las pérdidas humanas pero cuantioso el material fílmico y gráfico perdido. Sobre el incidente entero se enseñoreó la sospecha pues entonces dominaba todo lo concerniente al cine nacional Margarita López Portillo, hermana del presidente de la República y el caso de la Cineteca Nacional fue tratado por las autoridades con la proverbial falta de transparencia corriente durante aquel largo imperio del PRI. Ana García Bergua (Ciudad de México, 1960) se sirve de aquel incidente para desarrollar Fuego 20, la sexta de sus novelas.

Aunque el tema no podía serle indiferente a García Bergua, hija del crítico de cine Emilio García Riera, a diferencia de Púrpura (2000), Fuego 20 (ERA, 2017) no fabula la historia del cine nacional, sino utiliza el incendio como pretexto para desencadenar otra narración del orden fantástico-romántico al que la novelista ha sabido ser tan devota. El fuego alude a una dirección en los Jardínes del Pedregal tanto como a la ignición de la antigua Cineteca pues de ambas chispas surge un desdoblamiento: de la zonza Saturnina se desprende un segundo ser, la ambiciosa Ángela, ambas decididas, cada una a su manera, a ascender en el mundo social a la manera, explícita, del Julien Sorel de Rojo y negro, que amando, quiso ser un Napoleón en una época en que serlo era tocar el cielo y conquistar, por el camino de los méritos, aquello que antes sólo brindaba la nobleza de sangre. Aquí también hay una manera, del todo plástica, de ascender, a través del tío Rafa, mostrenco piloto aviador en un momento en que serlo era el culmen del prestigio social, mismo que comparte, hasta que dura, con las heroínas de Fuego 20.

Detallista, hábil escenógrafa de sus novelas, como lo he dicho cada vez que he reseñado sus novelas, García Bergua escoge, también, como Stendhal con su 1830, una época harto gris, los inadvertentes años 80, cuando sólo hasta el final de la década, con las elecciones de 1988 y la caída del muro de Berlín, se vio en el horizonte un final para el reinado, en México, del PRI. Época remotísima, previa a la revolución digital que lo cambió todo y donde los jóvenes, como aquellos protagónicos en Fuego 20, podían irse de reventón durante muchos días sin reportarse con sus despreocupados padres hasta no toparse, en el mejor de los casos, con un teléfono fijo y hacer la llamada más o menos obligatoria. Antes de la era de la velocidad transcurre la más reciente de las novelas de García Bergua, acaso, también, la más morosa de las suyas.

No es la primera vez, entre nuestros novelistas, que se recurre al viaje por los cielos en una suerte de alfombra mágica ni que se reanima al doble tan afamado gracias a Dostoievski y a Stevenson, aunque García Bergua toma el riesgo, infrecuente, de asirse a la fórmula secreta de la invisibilidad. Saturnina se vuelve invisible al dejarle la cárcel de su cuerpo a Ángela y en Fuego 20, García Bergua contraría la fantasía asociada al “no ser visto” como una de las formas probables y perfectas de la felicidad, pues tan insegura o más es la chica invisible, pasando realmente de noche a los ojos de quienes desea. Sólo logra hacerse presente mediante artilugios que no revelaré al lector.

Exceptuando, El umbral. Travel and adventures (1993), a su manera trágica, Fuego 20 es la menos humorística de las novelas de García Bergua y debo decir que, en mi medida de ser su lector frecuente, la novela me llenó de melancolía, no sólo por recordar el rotundo “cuando teníamos 20 años” sino al preguntarme, impostando valentía antinostálgica, si nuestra época, incluso para los cincuentones, no será más emocionante (lo cual no es necesariamente mejor), que aquélla. Al aventurarse en la provincia, siguiendo las ambiciones de Ángela, García Bergua dibuja un país no muy pacífico pero del todo ignorante de su violencia, somnoliento como una heroína que ni siquiera habiendo alcanzado la invisibilidad encuentra la plenitud.

Una vez más, García Bergua no escribe a tontas y a locas. Sutil, cuida que sus personajes hablen como hablábamos los chilangos y algunos provincianos cuando teníamos 20 años, cuidado, al hacer historia mediante la ficción, que pocos novelistas (para no hablar de los cineastas), se toman. Pero lo más atractivo de Fuego 20 es, insisto, la imaginería fantástica. Esta novela, como lo fue El fistol del diablo, de Manuel Payno, es la historia de un talismán que, surgido de las cenizas aún ardientes de la Cineteca Nacional, hace de las suyas entre propios y extraños. Una pulsera mágica se sirve de los personajes y no al revés, como en La piel de zapa, de Balzac, confirmando la fidelidad de Ana García Bergua a sus lecturas nutricias, mismas que reaparecen, amadas como hijas de su ingenio, en cada una de sus novelas (y no en pocos de sus cuentos). Su empecinamiento ha hecho más hospitalaria a nuestra literatura.

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