En la primavera de 2008 vi por última vez al poeta Samuel Noyola, quien de cuando en cuando me tocaba la puerta en búsqueda de dinero para sobrevivir, lo cual para él era, en esencia, seguir bebiendo. En esas fechas, el centro de Coyoacán estaba en obras, motivo por el cual el hoy desaparecido regresó al barrio de la Condesa en la Ciudad de México a seguir su vida, para decirlo a la mexicana, de teporocho. Se desconoce desde entonces su paradero y su desaparición se ha convertido, gracias a publicistas inescrupulosos, en un triste asunto manejado por un protagonismo acaso ajeno a la compasión o a la solidaridad.

La discusión sobre si alguien “elige” el camino de la autodestrucción física o mental como resultado de una decisión espiritual similar a la de un sadhu de la India o si toma fatalmente ese sendero por razones genéticas, es interminable pues suele contraponer dos formas a menudo irreconciliables de ver el cuerpo humano: desde la biología o desde la mística. Como adicto que fui, hablar de Samuel me es particularmente penoso, pues el suyo pudo haber sido mi destino. No me es grato recordarlo liándose a golpes en la calle, con otro teporocho, por algún desecho. Esa persona, 10 años atrás, estuvo departiendo en mi sala y nada me asegura que nuestros destinos no podrían haberse cruzado.

Noyola, uno de los poetas más notorios de mi generación, fue muy cercano a la revista Vuelta, dirigida hasta su muerte por Octavio Paz. Quien haya leído a Samuel sabrá que, de no haber metido la pata el diablo, habría sido un poeta excelente. Escribió algunos poemas que, al menos a mí, como a otros amigos, me acompañan desde entonces. Pero hacer de sus libros, los que nos dejó, la prueba de su condición como par de un Rimbaud, mezclando vida y literatura, es un despropósito. Esa tentación, no por redundante en la crónica literaria de todos los tiempos y lugares, deja de ser eso, un despropósito. Es cierto que Paz lo estimaba. Le tenía debilidad a quienes le recordaban a los rebeldes del romanticismo y de la vanguardia, pareciéndole, otros de sus colaboradores, demasiado atildados. Es mentira que Noyola lo haya acompañado a Estocolmo a recoger el Premio Nobel en 1990 o que, entre los jóvenes poetas, lo haya “ungido” en calidad de “el mejor”, como se ha dicho. Si el gusto de Paz era sólido, sus exigencias eran mercuriales: no bastaba un puñado de buenos poemas para que mandase organizar ceremonias de esa naturaleza, o las presidiese. Samuel se propuso dejar la estela de poeta maldito y lo logró. Pero para Paz una cosa era la rebeldía y otra, el extravío. Me consta que trató de estimular, en el caso de Noyola, la primera, digna de admiración para que desdeñase la otra, casi siempre infértil.

La tentación de poner a Samuel como caso ejemplar en la macabra realidad de las desapariciones en México es grave e imprecisa. Grave porque sabemos con todo detalle que miles de mexicanos han sido “levantados”, desaparecidos y casi siempre asesinados, o por los narcos o por policías que operan como sus cómplices en esa zona donde se confunden el delito y la autoridad. Es probable también que, en su ordalía, Samuel se haya encontrado con ese horror, habiendo cometido, él mismo, delitos menores como consecuencia de su desvarío. Me consterna recordar cómo, en nuestros últimos encuentros, tras el velo mortífero de la locura, se asomaba, por instantes, su lucidez. Algo, una llamada remota, lo mantenía unido al mundo de la poesía.

Yo no sé si Samuel eligió o no perderse, pues, insisto, es debatible si en esas fugas geográficas operan la elección o la fatalidad. Ignoró a aquellos quienes le ofrecimos nuestra experiencia como un hilo para guiarlo fuera de ese infierno. Tan sólo eso. La imprecisión: a diferencia de otros desaparecidos, ni obligado ni sometido por el crimen, el poeta Samuel Noyola tomó por voluntad propia ese camino de aventurero. Lo tentaba desde la adolescencia. Calculo que, de estar vivo, está sufriendo. Ojalá que su búsqueda, si la hay, sirva para traerlo con bien a casa y no para maquillar vanidades mediáticas.

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