Si la ya vieja novela veracruzana despertara en la posteridad y se encontrase con Temporada de huracanes (2017), de Fernanda Melchor, acaso, lejos de estremecerse de horror, se resignaría no sin cierta malignidad. Aquellos mundos sórdidos de Sergio Galindo, Juan Vicente Melo o del recientemente fallecido Jorge López Páez, donde el Mal nunca se desplegaba de manera absoluta y tenía por virtud insinuarse, han sido borrados de la faz de la literatura nacional, con sus linajes familiares corrompidos por los secretos de familia. Potestades indestructibles y voraces se adueñaron de los pueblos chicos y los dejaron, solamente, en infiernos grandes.
Existe la posibilidad de leer inocentemente Temporada de huracanes: es la historia, arquetípica, de una bruja. No es la única entre nosotros —las hay en Carlos Fuentes— y diría yo que la veracruzana Melchor (1982) dedicó ciertas horas de estudio del motivo ancestral. Nada ocurre en su novela ajeno a los sortilegios de una bruja, hija de bruja: violencia sexual y venganza criminal, sobre todo, que la autora lleva a un nivel de crudeza, gracias a un lenguaje a la vez procaz y sofocante.
Para nutrirse de ese mundo —y es aquí donde un lector inocente sale sobrando— Melchor no ha necesitado ni del alimento de la literatura fantástica ni de la afición al cine de terror. Basta con seguir la actualidad, ya no digamos del país entero, sino de Veracruz, con su guerra de bandas de narcotraficantes y sus gobernantes inenarrablemente despóticos, prevaricadores y cleptomaníacos, entrelazados con el llamado crimen organizado hasta volverse indiscernibles unos de otros. Es decir, nada que no sepa cualquier lector de periódicos para no hablar de quienes sobreviven al horror de todos los días en el Golfo de México.
La pregunta sin respuesta es si el arte —sobre todo uno tan ligado, por nexos de bastardía, a la realidad como la novela— gana o pierde al competir con ese reflejo enceguecedor y adictivo, inevitable y fatal, del mundo real, que es el periodismo. Pierde, desde luego, cuando fabula un universo que no requiere de fabulación, plegándose servilmente a los hechos, sobreactuándolos, como si fuese necesario. Ello ocurre con mucha de la narco literatura escrita en la última década. Algunos quienes han incurrido en ella lo han hecho, por oportunismo comercial o por pereza mental: si la realidad no necesita del concurso de la imaginación todo se vuelve, en el mal sentido de la palabra, “novela sin ficción” o aun más vulgarmente, non fiction.
Pero la mayoría de estos autores lo han hecho —lo hacen— por indignación, urgidos por enfrentarse al horror aun desde la modestia de la literatura, midiendo su impotencia. Estoy seguro de que algunos saben, con Albert Camus, que las grandes catástrofes procrean mala literatura y que la indignación, en cuestiones artísticas, procura a los buenos sentimientos, pero, con éstos, es ardua la hechura de gran literatura. Y sin embargo, insisten. ¿Quién podría censurarlos? ¿Quién podría negarles ese derecho elemental del narrador de someter la más oprobiosa de las realidades al escrutinio moral de la escritura?
Pero el lenguaje es inclemente. Por eso muy pocos han logrado escribir novelas memorables (es decir, capaces de ser retenidas en medio de la sobredosis, incesante e infinita, de información sangrienta a la que estamos sometidos), sobre el México de las guerras narcas. Algo similar sucedió en Colombia y habría que inquirir a un colega de allá sobre qué quedó de todo aquello. A veces basta con un solo escritor (acaso Fernando Vallejo) para decirlo todo. El que llega primero y nombra aquello cuanto carecía de nombre, volviendo sólo contingentes al resto de los escritores-víctimas, de los escritores comprometidos, de los escritores testigos. Yo creo que muy pocos lo han logrado en México —Yuri Herrera o Carlos Velásquez— y no me extraña que sólo les haya alcanzado, ese horror, para un par de libros, porque como ya lo decía Salman Rushdie antes de su propia tragedia en 1989: sólo el realismo puede romper el corazón de un escritor.
El lenguaje, repito, es inclemente. El de Melchor lo es. En cuanto a realismo sucio, a una ordalía no erótica sino genital, dudo que Temporada de huracanes (PRH, 2017), tenga rival en nuestra literatura contemporánea al describir coitos anales y vaginales, felaciones homo y heterosexuales, embarazos y abortos, semen y sangre, “fango y chis”, como se llamaba, en broma, a aquella película de Alejandro Jodorowsky.
Los narcos, debe decirse, apenas intervienen en Temporada de huracanes. Sólo son los implacables custodios de este jardín de los suplicios del cual es inútil soñar cualquier escapatoria. No hay, en este territorio doblemente “caliente”, ni placer, aun sea contrariado, como en Boccaccio, ni se diserta sobre las consecuencias monstruosas de una filosofía mecánica como en Sade. Hay lo que hay: Eros, para utilizar el contrapunto celebrado por Freud, dominado por Tanatos.
No es, confieso, esta prosa tan meticulosamente medida, ajena del todo a la enumeración caótica, que combina el asma de José Lezama Lima con la monomanía de Thomas Bernhard, mi preferida. Como la pornografía, no me escandaliza ni me excita, tan sólo me aturde y me aburre. Prefiero, siempre, la sensualidad y vuelvo a los antiguos maestros de la novela veracruzana, a los cuales los tentaba. Pero pedirle sensualidad a una escritora realista hundida en nuestras tierras de sangre es una falta de respeto. Ante el horror, sospecho —sólo sospecho—– que a Fernanda Melchor no le quedó otra cosa que explicarlo, infantilmente (lo digo sin desdén, tropológicamente), recurriendo al pensamiento mágico, al cuento de hadas, a una bruja que concentre el Mal, lo ejerza, lo controle y acabe siendo víctima de él, sabiéndose en el fondo, inmortal. En este punto, leer con inocencia Temporada de huracanes se vuelve imposible.