08/02/2017 |01:50
Redacción El Universal
Pendiente este autorVer perfil

Entre los peligros que acechan al turista en Santiago de Chile está abordar un taxi en compañía de Rafael Gumucio, pues su frenética actividad escribiendo, tuiteando o hablando por la radio, lo convierten en figura mediática ingrata, por su voz y facha, de oír y de mirar para los bien pensantes de todos los partidos. Particular inquina —ignoro, desde el remoto Valle de México, por qué— le tienen los taxistas, con quienes sostiene feroces duelos dialécticos que suelen acabar mal. “Como todo entre chilenos”, agregaría un clásico. Alguna vez me vi en compañía de mi amigo Gumucio arrojado al arroyo, muy lejos de nuestro destino, por un taxista intemperante.

Pertenece Gumucio, cuya fecha y lugar de nacimiento son imprecisas, aunque él asegura con conocimiento de causa haber nacido el 11 de septiembre de 1973 (como tantos chilenos y no chilenos, también), a una especie muy española e iberoamericana y desde hace rato en extinción: la de los polemistas. Lo fueron escritores de fuste y de raza, como Vasconcelos, Salado Álvarez, Tablada, Cuesta, Santos Chocano, Blanco Fombona, los García Calderón, Guiza y Acevedo, Edwards Bello, Umbral, Uranga o el filósofo Unamuno, quien dijo, lo cual viene a cuento de la nueva edición de Historia personal de Chile, de Gumucio, que hoy comento, que el país vascongado sólo había firmado dos hazañas: la Compañía de Jesús y la República de Chile. No es poca cosa tratándose de los vascos.

El polemista escribe para discutir y no al revés. A veces defiende una causa, a veces otra. Su recurso es su método. Puede ser un buen crítico literario o un estupendo periodista (Gumucio en ambos registros es de primer rango), pero rara vez destaca como poeta o novelista y por ello las novelas duras y puras, sí puede haberlas, de Gumucio, no son buenas. Al polemista la imaginación le estorba. Es impaciente e imaginar requiere pausas y requiebros: la polémica no puede permitírselas a quien la ejerce. En cambio, cuando se trata de agitar a la prosa del mundo, la pluma de Gumucio es un florete.

Newsletter
Recibe en tu correo las noticias más destacadas para viajar, trabajar y vivir en EU

Su Historia personal de Chile. Los platos rotos. De Almagro a Bachelet (Hueders, 2014), además, no puede ser sino historia íntima y saga familiar, pues el propio Gumucio, como es frecuente en ese país a la vez largo y diminuto que es Chile, forma parte de una familia orlada de patricios republicanos, quienes, allá lejos, se reparten con equidad entre la izquierda y la derecha. Hasta la más íntima y literaria de las obras gumucianas, Mi abuela, Marta Rivas González (Universidad Diego Portales, 2013), es política. Esta dama se atrevió con Un mito proustiano (1968), a recordar que Proust fue dreyfusard, es decir, partidario del oficial judío francés con cuya cacería dio comienzo al siglo XX. El dato histórico provocó la censura del crítico Alone, para quien un antarticamente congelado En busca del tiempo perdido era el escudo de armas de su Chile conservador.

Con esta historia personal quizá se termine la larga progenie de libros de interrogación nacional tan nuestra, iniciada con el Facundo (1845), obra de uno de los héroes de Gumucio (el argentino Sarmiento, quien junto al venezolano Bello fundó la cultura chilena). Si todos los mitos nacionales han sido concienzudamente deconstruidos, es improbable la seriedad, la pose, el propósito mitográfico, necesarios para escribir Radiografía de la pampa o El laberinto de la soledad. Queda la sátira, que en Gumucio es, con admirable frecuencia, autoescarnio. Al polemista, seamos cursis pero exactos, le duele su país. Lo asfixia su leyenda y por ello el arresto de Pinochet en Londres en 1998, la ciudad dueña del espejo quebrado donde los chilenos dizque aristocráticos o trepadores gustaban de mirarse, es en Gumucio, otra página ejemplar.

Se me antojaría reunir un conciliábulo para encargar un libro similar a cada amigo latinoamericano que diese un paso adelante pero me temo que seríamos muy pocos los capaces de emular al plutarquiano Gumucio, pues las suyas son de las más logradas entre nuestra sucesión clásica de las Vidas paralelas. Su contraste entre Neruda y la Mistral es magistral: un par de pueblerinos tomando prestados sus pseudónimos de otros provincianos, del checo Jan Neruda y del provenzal Frédéric Mistral, creando así la más universal de las poesías. De altura semejante son los duetos compuestos por San Martín y Portales, Bello y Sarmiento, González Vera y Juan Emar, Frei y Allende, Pinochet (sin los lentes oscuros con que posa entre sus fugaces colegas golpistas el tirano no se explica, nos lo demuestra Gumucio) y don Francisco, Alwyn y Lagos, Guzmán y el cardenal Silva Henríquez, hasta llegar al insípido contraste entre Piñeira y la Bachelet, agregado a esta segunda edición, donde a Gumucio le hizo falta la pátina del tiempo pues es polemista serio, es decir, historiador.

“Crecer en dictadura no enseña a envejecer en democracia”, advierte Gumucio ante el espectáculo de las manifestaciones estudiantiles de 2011 que, como a Adorno, las del 68 le parecen una repetición y no una aceleración, de la historia. Al filósofo frankfurturiano la sarabanda presenciada le olió, infecta, a fascismo; a Gumucio, la justicia de quienes demandaron la educación gratuita por las grandes alamedas, le provocó, creo, una melancolía intolerable pese a ser profesor universitario de humor y patafísica. Melancolía suficiente para seguir alimentando ese arte de la polémica en la que el chileno Rafael Gumucio, cuando escribe, es actualmente insuperable en el dominio de la lengua.