Christopher Domínguez Michael

Lejos de la teoría

22/02/2017 |01:50
Redacción El Universal
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Toda obra y la de Gabriel Bernal Granados (Ciudad de México, 1973) ya lo es, más allá de su aplaudido patrocinio de Guy Davenport como su traductor al español, tiene su origen en unas cuantas frases que al buen lector toca hallar. En Historia natural de uno mismo (2003), tal vez su mejor libro, nuestro autor se identifica cabalmente, como lo exigen semejantes fragmentos de autobiografía intelectual, al asegurar, sin macula, que Borges, nacido aun en el siglo XIX, habría preferido tomar el té con James, Kipling y Stevenson, quienes de no ser Borges, Borges, habrían debido ser sus maestros. Lo habría preferido a asistir al salón de Gertrude Stein y entrar en conversación con Pound. “No fue”, advierte Bernal Granados, refiriéndose al argentino, “un contemporáneo de sus contemporáneos sino por elección y destino, un escritor anacrónico e indiferente a las innovaciones de quienes creyeron en las palabras de Rimbaud, Il faut être absolument moderne, como un oráculo. En su libro Untergang des Abendlandes, Spengler había explicado esta forma de anacronía al decir que un estilo puede ser contemporáneo en el sentimiento (Gefühl) sin ser contemporáneo en el tiempo”.

¿Coincido con Bernal Granados, a cuenta de Spengler, que Borges, contemporáneo en el tiempo, no lo fue en un sentimiento a compartir ni con Pound ni con Joyce o Valéry, de quienes se ocupó, aunque desidioso? Encuentro un poco inútil esa coincidencia porque el anacronismo nunca es intemporal. Es otra manera de pertenecer, aunque de mala gana y votando en contra, al tiempo propio. Del voluntariamente anacrónico parnasianismo salió Baudelaire y sólo el argentino Borges, se ha dicho mil veces, podía ser, en el siglo XX, un anacrónico así como lo fue. Habrá muchos otros ejemplos: el anacronismo es un modernismo y hasta un humanismo. Aceptemos esa anacronía en Bernal Granados, el ensayista, igual que lo ha hecho, refiriéndose a sus poemas, en su Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XX (2015), José María Espinasa.

El anacronismo de Bernal Granados, como queda claro en Anotaciones para una teoría del fracaso (FCE, 2016), parecería consistir en amar a Mallarmé y a su progenie de clásicos modernos. Sin duda, sería improbable concebir a un Bernal Granados ajeno al autor de Un golpe de dados... La relectura de Mallarmé, entre nosotros, se remonta no sólo a Alfonso Reyes, quien lo leyó como postmodernista (sí hubo tal cosa) pues ya Balbino Dávalos, en 1895, le dedicaba un poema estupendo. Renegar de Mallarmé, a estas alturas, es tan absurdo como el odio caníbal contra Góngora, que infestó nuestra lengua durante dos siglos. No lo ignora Bernal Granados, quien diserta sobre modernismo en la Historia crítica de la poesía mexicana (FCE, 2015), coordinada por Rogelio Gudea.

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En Anotaciones sobre una teoría del fracaso objeto cosa muy distinta, asociado fatalmente a las pretensiones incumplidas del título. No hay en el libro ninguna “teoría del fracaso” a no ser que se tome por ella al tópico genialmente autodestructivo de Mallarmé, al cual Bernal Granados no le agrega mucho. Dirá el autor que no entendí bien (siempre dice eso el criticado) o que sus sutilezas se me escapan aunque en su libro encuentro algunas pertinentes anotaciones “anacrónicas” y ninguna teoría, palabra mayor hoy indebidamente manoseada. Algunas anotaciones suyas, insisto, deberían soplarse en el irritable oído de los curadores del Arte contemporáneo, como la escrita a propósito de Lucian Freud: “La pintura es un arte desposeído de palabras” porque la palabra es “grafía, naturaleza visual que pasaba a formar parte de otro módulo de pensamiento. Con Freud, la ropa, los sillones, las camas, las paredes y la duela de los pisos han venido a ocupar el lugar de las palabras”.

Da la impresión de que primero existieron los ensayos en este libro y luego la idea de darles una unidad más que temática, teórica, intención, ya lo creo, fallida. Funciona, pero a medias: un mecanismo marchando a fuerzas tratando de justificar la intelección del autor. Utilizo la palabra intelección, dominguera a estas alturas del empobrecimiento del vocabulario, pues estuvo entre las preferidas por los tratadistas de la pintura, práctica donde el talento de Bernal Granados sobresale en los ensayos sobre Caspar David Friedrich, Paul Cezanne, Thomas Eakins, Stanley Spencer y Lucian Freud, algunos iconólogos del fracaso, sin duda; otros vitalistas desengañados y violentos como el nieto del inventor del psicoanálisis, en cuyas relaciones con su abuelo, en beneficio de mi ignorancia, debió insistirse en éste libro de Bernal Granados, quien “narra” la pintura con una facilidad insólita en las últimas generaciones, donde el escritor–que–mira, a la manera de Paz, Fuentes o García Ponce, se ha esfumado casi por completo. Hay excepciones como la de Jaime Moreno Villarreal, quien como Bernal Granados, le da importancia, en su afinidad con lo exquisito, a su origen familiar en un hogar sin libros.

Tan anacrónico se siente Bernal Granados que en La guerra fue breve (2009) narra, divertido, su encuentro, vaya a saber yo si fabuloso o no, con su némesis, un crítico que lo acusa de “mitificar lo ya mitificado (en sus llamadas a Proust, Gide, Oscar Wilde) y de haber gravado la nómina de las letras mexicanas con un libro aditivo, de una asepsia inigualable, sin mal aliento”. Cada generación, todo autor bien nacido, mitifica lo mitificado (eso es la tradición) y sólo a ciertos halitosos geniales, a veces, se les da la desmistificación, bienvenida por escasa, gravosa, ella sí, para quien sólo cobra en la nómina como alborotador. Gabriel Bernal Granados ejerce, como lector, el buen gusto, aborrecido en toda época y lugar, como el mal aliento.