Christopher Domínguez Michael

Intimidad y público

25/01/2017 |02:24
Redacción El Universal
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La lectura de De la intimidad. Emociones privadas y experiencias públicas en la poesía mexicana (FCE, 2016), de Luis Vicente de Aguinaga, me dejó un sabor agridulce. Porque estimo al poeta y respeto al ensayista, lamento que el libro de apenas 131 páginas no alcance a honrar su subtítulo, cuyas intenciones prologales, tender un puente entre la “plaza pública” y la “patria íntima”, quedan casi del todo incumplidas. Dividida en cinco partes y una conclusión del orden deontológico, De la intimidad aborda en su primera instancia al “paraíso en ruinas” de nuestra poesía. Se trata, explica el escritor tapatío nacido en 1971, de comparar los retornos maléficos de Luis G. Urbina, Ramón López Velarde, Octavio Paz y José Emilio Pacheco, quienes enfrentaron en respectivos poemas el horror de regresar a México. En 1916 y 1919, Urbina, quien apenas fue modernista y López Velarde, que clausuró el movimiento, hubieron de enfrentarse a la devastación causada por la Revolución Mexicana, como más tarde lo hizo, autobiográfico y en otro sentido, digamos que existencial, el propio Paz en Vuelta (1976) y Pacheco, quien tras los temblores de 1985 y ausente de la ciudad, al parecer, en aquel septiembre, compuso “Las ruinas de México”, incluido en Miro la tierra (1986).

Pese a descreer de la literatura comparada, como lo manifiesta en la conclusión de De la intimidad, en esa primera estancia —impecable en cuanto a la filología del asunto ruinoso en la tradición occidental— De Aguinaga incurre en una de las rutinas comparatistas más arraigadas, la de dar por estéticamente equivalentes a los poemas, en este caso, analizados, como si Urbina fuese lo mismo que López Velarde y Pacheco que Paz.

Y para encontrar alguna idea nueva —haría bien De Aguinaga en ofrecerlas antes que en pedirlas— sobre el trauma del retorno hay que ir a la segunda estancia donde —allí lo dulce de su libro— se atreve, con Antonio Saborit y a propósito de Enrique González Martínez, a decir que la Ciudad de México, durante la Revolución y pese a la Decena Trágica, primero, y al paso de los convencionistas y de los constitucionalistas, después, se libró de la devastación revolucionaria. Ello explica la imposibilidad de El retorno imposible (idilio y elegía) de don Enrique, al cual De Aguinaga defiende, en esa evasión de 1918, solicitando la ayuda invaluable de Rilke: la infancia puede hacer, sin mella de su autoridad, de todo poeta un autista.

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Ello me lleva de regreso a “Las ruinas de México de Pacheco, poema que, como De Aguinaga no se explaya, debo hacerlo yo: aquellos terremotos tan terribles no destruyeron la Ciudad de México ni la dejaron en ruinas, como lo anunciaba, irresponsable, la prensa extranjera o se colegiría de la lectura del poema pachequiano si sobreviviese como el único testimonio en calidad de cápsula del tiempo y en milenios, de aquella catástrofe mexicana del siglo XX. Ésa era la intención, libérrima y retórica del poeta a la vez peatón, ciudadano y erudito. Lograba finalmente Pacheco que su apocalipticismo casase con la realidad y México fuese Pompeya, el paralelo central de su poesía.

No mucho esfuerzo hizo De Aguinaga, tampoco, en relacionar, por enésima vez, a López Velarde con la erotomanía decadentista, ésta vez a través de la figura del escorpión, que le permite saltar hacia una fotografía de Robert Mapplethorpe. Más vuelo toma De la intimidad cuando, en el contraste entre Heidegger el filósofo y Celan el poeta, entre un mundo “complejo indivisible” y la focalidad de “la palabra inmediata”, el crítico de Jalisco toma partida por la segunda mirada, restrictiva, más propia de sus maneras. Lejos de la incómoda historicidad, ello permite que De Aguinaga logre un análisis magnífico del encratismo —el horror a la procreación para no multiplicar la obra del demonio— en poemas no sólo de Borges y López Velarde sino de Jorge Fernández Granados y de Novo.

Tras disertar sobre el dolor físico en nuestra poesía, obsceno en tanto que fuera de escena y defender, impecable, el derecho de Nandino al hacer variar un haikai de Tablada, De Aguinaga concluye De la intimidad enorgulleciéndose de su lealtad académica (la llama “estímulo”) y presentándose, acaso, como prueba de que la investigación universitaria aun nutre al ensayo literario. Finalmente, confiesa su estrategia como crítico: no dar una opinión sino permitirle al lector la libertad de hacérsela y no reseñar libros malos, apoyándose en W.H. Auden. En el primer caso, Luis Vicente de Aguinaga —siempre saco provecho en dialogar con él– para bien y para mal es consecuente. En el segundo, contraría su naturaleza al menos en un caso y la contraría por ese mal asumido comparatismo. Contra el autor de De la Intimidad y contra Auden, prefiero a Barbey d’Aurevilly y a Edmund Wilson (derecha e izquierda, para que no digan) en cuanto a la obligación moral de los críticos de pronunciarse contra lo que creemos mala literatura.