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Los pedantes de hoy encontrarán en El nervio óptico, de María Gainza, un ejemplo de la “autoficción”. Los pedantes de ayer, más pedantes por viejos, hablaríamos de una singularísima bildungsroman. En este caso los tardomodernos y los posthistóricos estaremos de acuerdo en la retiniana relevancia del arte narrativo de la bonaerense Gainza, una curadora y crítica quien cuenta su vida, o la de su álter ego, a través de sus cuadros más amados y de la vida de sus pintores electivos. Si El nervio óptico se hubiese editado en Barcelona y no en Santiago de Chile por Laurel (2016), la cuarta de forros diría: se trata de un cruce entre Vasari y Schwob, entre las biografías heroicas en la historia de la pintura y las vidas imaginarias soñadas por el más delicado de los artistas, con el agregado o la distinción de que Gainza mira con penetración desde nuestro tiempo y sus supersticiones, agrega el arrogante reseñista, con una agudeza propia del Gran Siglo. Nada de lo que dice Gainza, incluso cuando incurre, socarrona, en la nota frívola, es banal.
El nervio óptico parece un libro de cuentos aunque no lo sea. Es una novela sutil cuyo nudo dramático está en un parpadeo, pues la escritora argentina más que mirar parpadea y cuando abre los ojos, nanosegundos después, está en otro mundo. Ese parpadeo proviene de la diplopía padecida por la protagonista, aquejada en la infancia de un mal consistente en ver doble y cuya curación estuvo en ejercitar el nervio óptico juntando con la mirada, a través de un aparato optométrico, dos figuras idénticas del gato Silvestre hasta hacer una sola. Más que de una terapia se trató de una educación estética capaz de permitirle a Gainza contar la vida de ese pintor dieciochesco de ruinas que fue Hubert Rupert alternándola íntimamente con el incendio de su departamento familiar, creador de otra ruina pues “nada más parecido a una ruina que un edificio en construcción”, lo cual parece obvio pero tampoco lo es. El chiste de las ruinas, para Rupert y para Gainza quien lo descifra, es que lo antiguo esté roto y sea falso, doctrina que define, de paso y acaso perentoriamente, a todo primitivismo artístico, el cual, como sabemos, suele devenir en arte contemporáneo.
Gainza, con ese método preciso y laborioso pero pulcro y sacro como ese Rothko quien inspira otro capítulo de El nervio óptico, continúa haciendo la relación lo mismo entre un pintor de la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay y la errática disciplina del asiduo a los museos históricos o haciendo llamar a Fujita, quien tras sus locos y parisinos años 20 (a su vez reflejados en los babilónicos años 80 del XX de aquellos quienes teníamos entonces entre 20 y 30 años), se ligó fatalmente al militarismo japonés y murió católico tras convertirse en una iglesia vacía. Pero no sólo eso. Gainza, dejando muy atrás a Manuel Mujica Lainez (sin acentos firmaba el señor), un remoto escritor argentino autor de Un novelista en el Museo del Prado (1984) hasta El arca rusa (2002), la película sobre el Ermitage de una sola toma sin editar de Alexandr Sokúrov, va y viene por su propia historia del arte. Esta incluye un hermoso capítulo dedicado a Courbet y el mar, “al cual volvía como un caballo sediento al bebedero”, otro dedicado a las mujeres austeras que no se pintan ni se perfuman, lo cual la conduce a Toulouse–Lautrec, así como otro malestar óptico —mioquimia— la regresa a Rothko y a Dore Ashton, su crítica.
La vida novelesca e imaginaria de Gainza incluye a Misia Sert, al aduanero Rousseau quien le permite no tomar un vuelo y dejar plantados en la otra orilla a un cardumen de curadores, lo cual termina con una comparación insólita entre nuestros aviones de radio trasatlántico y los obsolescentes globos aerostáticos, jubilados para no volver tras la Gran Guerra o compadecer a su padre (“Acá me tenés, atravesando la Edad Media: medio sordo, medio ciego, medio muerto”). Dedica Gainza el último cuento–capítulo a El Greco y a las leyendas familiares, a propósito de un artista enfermo de sida, concluyendo, con Anthony Powell en que “al final, la mayor parte de lo que nos ocurre acaba por resultar apropiado”. Hace unos meses un amigo chileno me decía, en la terraza de un antiguo palacio de Valparaíso, que la mejor narrativa de la lengua se está escribiendo en la Argentina. No lo dudo. El nervio óptico, de María Gainza, se cuenta entre lo más trascendental (amén de íntimo y delicado) que he leído en el género en los últimos tiempos.