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Cuando empezaron a esparcirse las noticias de lo ocurrido en los campos de concentración nazis y de lo allí sufrido por millones de judíos, el poeta español Juan Ramón Jiménez, les decía a los más estupefactos entre sus amigos: “¿De qué os sorprendéis? ¿Qué acaso no tomaron la precaución de leer Mi lucha, de Hitler? Yo sí lo hice”. En el panfleto hitleriano, publicado en 1925, quedaban del todo claras sus intenciones de borrar a los judíos de Europa. La manera de hacerlo —la Solución Final— se le fue ocurriendo después, una vez en la cancillería del Reich, primero, y durante la Segunda Guerra, más tarde.
El comunismo, en cambio, como lo dijo célebremente Susan Sontag, fue el fascismo con rostro humano y su irradiación no cesa. Caído el muro de Berlín, disuelta la Unión Soviética, fracasada con pruebas empíricas la planificación central de la economía y manchada de sangre la supuesta dictadura del proletariado, sobrevive una millonaria China que del comunismo sólo conserva el ritual de los mandarines. En nombre de aquel fervoroso ideal, imperan, también, un par de dictaduras hereditarias, no por minúsculas menos oprobiosas, como la coreana (algunos amigos de López Obrador la visitan con frecuencia y devoción) o la cubana. A la tragedia, ya lo dijo Marx, sobreviene la farsa.
La farsa, por serlo, no debe ser motivo de indiferencia. El amor del francés Mélenchon, antiguo trotskista, por el sátrapa venezolano Maduro, compartido por Pablo Iglesias, enésimo Lenin español, y por su pareja sentimental, sólo habla de la fidelidad inquebrantable de estos militantes por la centenaria Revolución de Octubre de 1917, un genial golpe de Estado cuya ola expansiva se llevó millones y millones de vidas desde Rusia hasta Camboya, durante casi ochenta años. Para quienes conservan la lealtad bolchevique (alguien dijo que esa palabra antañona llegaría a ser tan indescifrable, en el futuro, como “güelfo” o “gibelino”), la democracia representativa nunca ha sido otra cosa que un instrumento a desecharse llegada la hora.
Para Mélenchon e Iglesias, de hacerse del poder por la vía electoral (como lo hizo Hitler, el hermano–enemigo de los comunistas y su aliado en 1939–1941), no será tan fácil desmantelar sus sistemas democráticos, como lo fue para Lenin y Trotsky en 1918 o para sus sucesores checos o polacos durante la postguerra y para los Castro en 1961. Pero el desapego (por decirlo tiernamente) de los hoy “poscomunistas” por la democracia, no es una novedad. Están ansiosos de una segunda oportunidad.
Algunos partidos de esa obediencia, como el español, el italiano, el francés (conocen lo que es un Le Pen y ya rompieron estos sobrevivientes con Mélenchon, por cierto) o el chileno, se hicieron respetar combatiendo al fascismo y a sus variantes criollas. Gracias a esa experiencia (y no a otra), regresaron a su tradición de origen, la socialdemocracia, porque el antifascismo no está en el ADN del bolchevismo, antes al contrario, como lo puede corroborar quien tenga la curiosidad de estudiarlo. Desaparecido el comunismo, sus herederos en el siglo XXI se han puesto al servicio del autócrata Putin, un nacionalista “gran ruso” que hubiera horrorizado a Lenin. No es una casualidad. Es ser, como a ellos les gusta decir, consecuentes.
Los comunistas, aun brutalmente peleados entre sí, fueron muy eficaces al hacer pasar como propia una agenda, hoy diríamos social, muy distante de ser invención suya. Provenía del sindicalismo francés, del laborismo británico y de la socialdemocracia alemana, movimientos democráticos que hacia fines del siglo XIX, dotaron a la Tercera República, a Bismarck y a la Inglaterra victoriana, de los rudimentos del Estado de Bienestar. Ni una sola de las conquistas obreras fue invención de los bolcheviques, quienes asaltaron el poder debido al hartazgo de los rusos ante la Gran Guerra y tras liquidar a los mencheviques (véase la Wikipedia si es menester), las eliminaron todas, ejerciendo la dictadura sobre el proletariado sin ahorrarse la justificación teórica y pública de su urgencia por aterrorizar, con la matanza sin fin, a la población.
En América Latina —y termino mi rollo— no todos los autoritarismos de izquierda provienen del bolchevismo, sino de las revoluciones caudillistas, viejo cuento donde un jefe se identifica con el pueblo y se deshace de la democracia, tras haber usado a placer las elecciones. Que nadie se sorprenda de lo que ocurrirá en México si gana las elecciones López Obrador. Merece retenerse su ignorancia supina del mundo contemporáneo y su desprecio por los demócratas antichavistas, legitimados por las urnas, pues para él las elecciones sólo son una escalera al poder absoluto, el mismo que ejerce en su partido. Bastará con releer sus declaraciones sobre el sangriento ocaso de la democracia en Venezuela para saber cumplido el desenlace.