Christopher Domínguez M.

Cleptocracia

El político sólo se representa a sí mismo. Ha dejado de reconocerse como representante y por ello la cleptocracia ha sustituido, en buena medida, a la democracia

31/03/2017 |03:00
Redacción El Universal
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Hasta hace poco tiempo yo tenía la idea de que la corrupción en México no había aumentado decisivamente durante estos años de la alternancia: se había transparentado y gracias no tanto a las instituciones diseñadas para mejorar la gobernanza, sino al espectáculo nudista de las redes sociales. Al parecer, estaba yo equivocado y el acelerado desprestigio público de la democracia en el siglo XXI, causa y efecto, se debe, entre muchas razones, a que ejércitos completos de funcionarios, yendo y viniendo entre el Estado y la iniciativa privada, han abandonado toda noción de virtud pública, convirtiéndose en saqueadores rutinarios del erario. En “democracias en desarrollo” (si es que México aun cabe en esa dadivosa categoría) roban gracias a la impunidad y en antiguos países de leyes los protegen sistemas clientelares de última generación, sustentados en otra sapiencia, la de rehuir la vigilancia y el castigo. Según el estudioso italiano Raffaele Simone, la corrupción de las élites es una de las características del pozo sin fondo por el cual se despeña la democracia en todas las latitudes.

México no es entonces único. Acaso sólo el Mal absoluto puede explicar que estados de la República que hace más de un sexenio estaban sometidos al sufrimiento humano provocado sin tregua ni piedad por los narcotraficantes e indefensos ante ellos por fuerzas de seguridad históricamente inútiles y corrompidas, hayan tenido que soportar, además, las colosales trapacerías de los gobernadores Duarte, el de Chihuahua y el de Veracruz. Ya sabemos que la alternancia no elevó gran cosa la calidad de la democracia en México —el primer gobernador panista de Sonora está en la cárcel tras haber sido generosamente protegido por su partido—, sino convirtió a los gobernadores, antes embridados por el Presidente, quien los despedía si resultaban incómodos, ineptos o exhibicionistas, como si fueran mozos de cuadra o caballerangos, en señores feudales dueños de vidas y haciendas.

A la tradicional impunidad mexicana, exacerbada por un federalismo que siendo letra muerta cobró vida en mala hora, se suma, no es mucho consuelo, pero así es, la pérdida de toda moralidad en los gobernantes democráticos, como lo explica Simone. La comparación con Italia no es mala para pensar el asunto: antes que la península unificada en 1870, México fue nación y contra lo que se dice, la democracia no llegó al país en 2000. La hubo, en la manera harto rudimentaria propia de casi todas las democracias decimonónicas, en varios de los episodios que dieron origen a la Reforma, durante los nueve años de la República Restaurada, en el episodio maderista, como Italia tuvo un parlamentarismo mostrenco que tras la victoria pírrica de la Gran Guerra parió al fascismo. Al someterse a rituales democraticoides, el Porfiriato y el Priato contribuyeron con mucho a deformar los caracteres primarios de una democracia siempre latente y siempre pospuesta.

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Las democracias, apunta Simone, se sustentaron en una serie de ficciones comúnmente aceptadas por gobernantes y gobernados. Una de ellas, la de la representación que la soberanía popular delegaba en los diputados, provocó desde el principio la desconfianza de un Rousseau y en el XIX, en México, liberales y conservadores compartieron ese resquemor ante un concepto tan arduo como lo es el de la Santísima Trinidad. Pero el caso es que esa ficción, sobre todo tras la experiencia totalitaria, fue aceptada en Occidente y practicada por el electorado con regularidad. En nuestro siglo, empero, esa confianza mutua entre el representado y el representante se ha roto, al grado que en la actualidad, en no pocas democracias, es una minoría de votantes la que elige, paradójica, a una mayoría de políticos desvergonzados. Se ha perdido el talante moral de la política y la virtud, pregonada por Montesquieu como esencia republicana, se esfuma. El político sólo se representa a sí mismo, a su familia, a sus compadres y a la empresa privada que lo emplea o soborna. Ha dejado de reconocerse como representante y por ello la cleptocracia, autorizada por fluidos financieros opacos, velocísimos y ajenos a toda fiscalización, ha sustituido, en buena medida, a la democracia. Siendo así, un delincuente como el grotesco Javier Duarte sería una prueba no de nuestro primitivismo sino de nuestra posmodernidad. Bonito consuelo.