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Hubo un tiempo en que la aspiración de los escritores latinoamericanos (y no sólo de ellos) era escribir “novelas totales” y tal parecía que con 2666 (2004), la odisea inacabada de Roberto Bolaño finalizaba esa pretensión tan idiosincrática del Boom. Que cada nación tuviese su novela total y a su novelista era muy propio de las maneras intelectuales nuestras, pues como lo apuntó, distante, José Gaos, si había una filosofía en lengua española era aquella entretenida en negar, bendecir o sopesar el ser nacional. Nada más natural que cada nación latinoamericana tuviese así a su novelista ejerciendo de ontólogo de cabecera. Pero de aquella tribu sólo sobrevive Vargas Llosa y hay quien dice que sin él, la novela latinoamericana tendrá que conformarse con preservar su lugar conquistado, con cierta demora, en la literatura mundial.
No es tiempo aún, me parece, para saber si Bolaño fue el fuego fatuo del Boom o el verdadero inicio de otro ciclo, aunque dado que el chileno fue mi contemporáneo (y de usted) me inclino por pensar lo segundo, pues cada época quiere para sí el monopolio de ese “año de la misericordia” que es como debió llamarse The Night (Alfaguara, 2016). Está impactante novela —la primera— del venezolano Rodrigo Blanco (Caracas, 1981) no sólo está escrita sino también pensada, punto que suele distinguir a las novelas significativas de las novelerías de cada temporada.
Sí, figurativamente, creo que la verdadera novela está no sólo escrita sino pensada. Ejemplo de éstas últimas son, desde luego, el Quijote o Madame Bovary y entre nosotros Pedro Páramo o Cien años de soledad. Es materia de discusión si el autor piensa su novela o es —la famosa obra abierta— el lector quien le otorga un sentido. En el caso de Rulfo pareciera que su descomposición trascendente del mito agrario lo tomó a él por sorpresa lo mismo que a sus lectores, mientras que las líneas finales de Cien años de soledad confirman el libro infinito sugerido por Borges. Faulkner pensaba sus novelas, Hemingway, no. Habrá quien diga que Finnegans Wake fue pensada y no escrita.
The Night, como 2666, es una novela pensada. Su joven autor, diseñó una novela total, ambiciosa, de aquellas cuyo probable fracaso también sería honroso. La obra póstuma de Bolaño tiene el atractivo de sobreponer el siglo XX a las ruinas de Poussin y varios de sus capítulos son borradores porque al autor le faltó salud para pulirlos mientras que Blanco no ha acumulado aún la suficiente madurez para controlar todos los hilos dramáticos de su narración. “Muchas notas”, como le reclamaban a Brahms. La ausencia tan frecuente de tijeras sobre la mesa del escritor latinoamericano: hay una o dos subtramas sobrantes en la novela de Blanco. Se necesita ser Thomas Mann para expulsar a un colegio entero de una novela.
Pese a ello, The Night es una de las pocas novelas capaces de atrapar el espíritu de nuestro tiempo, el famoso Zeigeist. Desde luego que el desgarrado telón de fondo es la Venezuela desahuciada por un caudillo canalla y ridículo que se adueñó de la frustración de las masas haciendo ilusionismo: llenaba la mesa y al mismo tiempo, se robaba el mantel, volcando al suelo todos los alimentos, como puede suceder en este país o en cualquier otra democracia bárbara. Pero así como en otra novela total (Crónica de la intervención, de Juan García Ponce), el movimiento estudiantil de 1968 es sólo un termóstato que indica el clima moral del libro, la tragedia política venezolana, dibujada a través de una ciudad sin electricidad, se ausenta para hacerse presente en The Night pues Blanco sabe que la indignación es mortífera para la literatura.
Blanco pensó su novela a partir de cuatro figuras, como las llamaría Auerbach: el anagrama al desordenar, el palíndromo leído de derecha a izquierda y viceversa, la máquina de los sueños y el tetrominó, un ocioso juego computacional. Un escritor busca en el anagrama el sentido lo cual lo lleva al palindromista Darío Lancini, cuyo destino cifra el fracaso de las vanguardias políticas y artísticas del siglo XX. Ni cambió la vida ni se transformó el mundo tal cual lo quería aquel connubio. A Pedro Álamo lo acompaña otro escritor, Matías Rye, el falso alter ego de Blanco, necesitado de explicar Venezuela a través de dos géneros hechos uno solo por el nuevo siglo: el policíaco y el gótico, ayuntados en un manuscrito primordial olvidado en el ciberespacio.
A este par de representantes del viejo y del nuevo realismo, uno y otro impotentes, los vigila el psiquiatra que comparten, figura con la cual Blanco se pone del lado de Mauriac contra Sartre: sólo el novelista es Dios. Un paciente es simplemente alguien, dice este clínico, incapaz de contar su historia. Finalmente, en una novela cuyo penate es el antiguo Ferdinand de Saussure y no los modernos Foucault y Lacan, son las máquinas las que nos librarán de los locos, “un exceso en la carga de sentido que tolera el mundo”, invasores de la ciudad como asesinos seriales y como artistas contemporáneos. A través de un anagrama, apenas con un sólo significado/significante, el misterio de The Night es descifrado por Rodrigo Blanco, pues si “la muerte es la principal prueba de la existencia de Dios”, sólo nos queda la teoría de los juegos. Encienda su pantalla y juegue con sus cuatro cuadrados conectados en ángulo recto frente a usted.