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Al convertirse junio en julio, hace casi 15 días, murieron con pocas horas de diferencia dos grandes poetas, quienes desde la segunda mitad del siglo XX se dignaron en acompañarnos durante un lustro: el francés Yves Bonnefoy (1923) y el inglés Geoffrey Hill (1932). Del isleño, menos conocido en lengua española que Bonnefoy, me ocuparé en unas semanas, cuando reciba los insumos necesarios.
Bonnefoy, como su amigo Octavio Paz, llegó tarde al surrealismo y de él podría decirse, parafraseando al mexicano hablando de sí mismo, que se acercó a las brasas de aquel movimiento, vivas en la posguerra, cuando el fuego sagrado se apagaba. No fueron pocos sus libros de poesía, entre los cuales sus fieles suelen preferir los primeros, donde destaca El Anti–Platón, de 1947. También fue mitógrafo enciclopedista y antes que practicante del ensayo, clasificaría yo a Bonnefoy entre los amigos del género, al cual se acercaba con una cordialidad que a menudo quedaba sólo en eso, como si el poeta, aludiendo al expresivo título de marras, se cuidase mucho de cometer una impertinencia y ser expulsado de la república. Lo que escribió en prosa sobre escritores, críticos y pintores algo tiene de ese subgénero que casi todos hemos practicado alguna vez, por buenas y malas razones, “la nota de cortesía”. Pero sí venía de Bonnefoy, el regalo se agradecía, no sólo por tratarse de él, sino por la transparencia, a veces disuelta en la nada, de su pensar.
De los ensayos de Bonnefoy, que publicaba en ediciones casi privadas, me fue regalado hace años L’Alliance de la poésie et de la musique (2007), donde el poeta, con su discreción consuetudinaria, examina con un prólogo el libro de Michela Landi, L’arco e la lira, titulado igual que el de Paz, aunque el de la italiana se refiera tan sólo a Baudelaire, Verlaine y Mallarmé en relación con el pensamiento musical.
Recuerda Bonnefoy, predecible, cómo el ritmo asoció en él a la poesía con la música. Su nexo como poeta con la música tiene más relación con la caída irregular de las gotas de lluvia sobre la tierra, con la sílaba, el acento, el período, que con los músicos propiamente dichos, entre los cuales cita, extravagante a Weber y sus óperas, para pasar después a Mozart y a Mahler, autores de un lenguaje conceptual contrapuesto a la improvisación sincopada propia de la música popular de la India. Prefiere ésta última a
la primera, lo cual no me extraña, pues el oído musical de los poetas es muy raro, acaso semejante al de los compositores pero
del todo distinto al de los melómanos, para quienes, decididamente, no está escrito L’Alliance de la poésie et de la musique, libro de poeta para poetas.
Al tratar de entender el opúsculo, pues en Bonnefoy la transparencia siempre es engañosa y lo que pasa por sencillo nunca parece serlo, recordé mi incomodidad ante Gonzalo Rojas, cuando una vez, averiado el coche, hubimos de pernoctar en Puerto Montt y después de cenar, el súper poeta se entretuvo conferenciando sobre la voz y la prosodia, equivocándose el viejo de público, pues mi lugar debería haber sido para otro poeta, como Julio Trujillo y no para mí. A esa música de la palabra (y de la no-palabra, que no es silencio, por cierto) se refiere Bonnefoy en su librito, como Rojas aquella noche muy al sur del hemisferio.
Tras especular —Bonnefoy piensa espectacularmente en voz alta— por qué la música occidental está asociada sin remedio al cristianismo y su imperio a través de los siglos, el finado poeta, uno más de quienes esperó un Premio Nobel de sobra merecido, pasa, en un segundo ensayo, “Le carrefour dans l’image”, a tocar el meollo del asunto. Es conocida la animadversión militante de André Breton, el padre del surrealismo, contra la música, vergonzoso desdén que compartió con el novelista ruso Nabokov, éste último hijo, al menos, de un aristócrata que asistía a escuchar los conciertos con partitura en mano. Bien, cuando Bonnefoy se pregunta por qué él mismo se alejó de la ortodoxia surrealista, interpela el sospechoso desinterés bretoniano ante la prosodia. No me extraña la afición de los surrealistas por los museos sobre las sesiones camerísticas o sinfónicas, pues como dice Bonnefoy, traducido por Elsa Cross (ERA, 2013), “en cada pintura, me parece, es como si Dios renunciara a terminar el mundo” mientras que la música es inmensa pero finita.
Breton, escribe Yves Bonnefoy, ansiaba descubrir qué estaba más allá, después, del canto del pájaro. Quería descifrar sin ayuda de nadie ese arcano y nada le disgustaba más que la música, a diferencia del verso, necesitara de un instrumento (la voz humana es también uno de ellos) para su expresión y por ello esperaba que la noche, sólo la noche, hiciese callar a la orquesta.