Más Información
Diputados turnan a comisión iniciativa sobre estímulos fiscales por primer empleo; jóvenes podrán deducir el 10% de su salario
Senado inicia debate para ampliar lista de delitos con prisión preventiva; incluyen extorsión, narcotráfico y fraude fiscal
Senado declara constitucional reforma que fortalece atribuciones de SSPC; fue aprobada por 19 congresos estatales
Altagracia Gómez ofrece a empresas de Francia apoyo en México; no vislumbran “mayor efecto” ante amenaza de Trump
"¡Estamos listos!", asegura la astronauta Katya Echazarreta; liderará la primera misión latina al Espacio
Ignacio Manuel Altamirano (1834–1893) fue uno de los primeros críticos latinoamericanos en dedicarle un artículo entero a Sainte–Beuve, contraponiéndolo con Jules Janin, entonces célebre como crítico de teatro. “Sainte–Beuve”, afirma Altamirano en 1874, “habría de llevar a un grado inconcebible la fuerza del análisis; sabría ser profundo como un alemán, práctico como un inglés, y a esto agregaría lo que no tienen los alemanes, la claridad admirable de exposición” pues ante él, “el lector podría inclinarse sobre la palabra del crítico como sobre un lago transparente y mirar hasta el fondo de su espíritu, hasta el manantial más escondido de su pensamiento”.
Entiende a Sainte–Beuve como un médico legista sobre la mesa de disección y aunque ése no fue su método, si es que Altamirano tuvo alguno, supo distinguir, con la misma decisión con que El Nigromante había dado el paso anterior, a la crítica de la retórica en sus “Estudios sobre literatura”. En cuanto a “la poesía lírica”, el elogio desmesurado de Andrés Bello, estando ya a fines de la década de los 70 decimonónicos, habla por sí solo de lo difícil que era quitarse el corsé neoclásico.
“¡Seguimos necesitando Píndaros en México!”, parece gritar Altamirano aunque el mal estado de nuestras letras se achaca en su integridad a la dominación española. No sólo eso: omite del todo a los árcades —revisa sólo lo posterior a 1821— pero no tiene empacho —otra prueba de neoclasicismo perdurable— en irse hasta la Rusticatio mexicana, de Rafael Landívar, jesuita guatemalteco expulso, muerto en 1793. Y si en la lírica a México le va mal, peor está el asunto en la épica, pues allí no sólo nos falta un Bello, sino un José Joaquín Olmedo, el vate de Bolívar a quien el propio libertador le pedía mesura en su gigantomaquia. Al nacionalista no le queda más que arremeter contra Manuel Carpio (cuyo lamento por “Méjico” le repugna por naturaleza) y José Joaquín Pesado, nuestros dioscuros, quienes entonan “magníficos cantos a la religión y al amor” sin cantarle un solo himno a la patria, atreviéndose, en cambio, a lamentar “la obra santa de la independencia”. Huérfanos de cantores de la “sublime audacia” de los Hidalgo, Morelos y Compañía, hemos de conformarnos con esa “Lira de los Hesíodos mexicanos” que sólo nos “nos inspira respeto”.
Fue mal poeta el mismo Altamirano y es incomprensible la condescendencia al respecto de generaciones de críticos. Es correcto, sin duda y la precisión adjetival de su “poesía descriptiva”, tan nacionalista, no contiene nada que no estuviera en potencia en Anastasio de Ochoa y Acuña. Bien dice Alfonso Reyes que su opacidad proviene de ese momento en que el romanticismo ha perdido su locura “que es lo mejor que tiene” pero yo hablaría de un par de poemas un poco locos de Altamirano que no suelen aparecer en las antologías. Uno de ellos es el inverosímil, por amargado y violento, poema de despechado: “A Leonor en su álbum” (1864).
Compartió con El Nigromante el sufrimiento del amor de viejo y el elogio de “las flores otoñales”, pero así como lo más legible de su narrativa son las subtituladas Memorias de un imbécil, bastaría con el fragmento de una cuarteta rescatada por Justo Sierra después de la matanza de liberales en Tacubaya del 11 de abril de 1959, donde muriera Díaz Covarrubias, para mostrar al menos unos versos de Altamirano que se cuentan entre los mejores de la guerra perpetua:
Ilumínate más, ciudad maldita,
ilumina tus puertas y ventanas;
ilumínate más, luz necesita
el partido sin luz de las sotanas.
El romanticismo de Letrán, al autor de Clemencia, le parece escasamente mexicanista, pese al “gran Heredia” cuyas cenizas, lamenta Altamirano, fueron a dar a la fosa común y la extraña ausencia, en ese ensayo, del diálogo entre Rodríguez Galván y Cuauhtémoc. El resto es un elogio de su propia generación, la del Liceo Hidalgo, escasa también en poetas épicos, aunque el interés en los asuntos patrios crezca entre aquellos, como Vicente Riva Palacio —uno de los escritores más interesantes del XIX mexicano— que sobrevivieron para cambiar la espada por la pluma.
Aunque condena a los preceptistas, es dudoso que haya abandonado del todo a la retórica como la maestra a la cual hay que recurrir cuando de aprender a escribir se trata. Igual que ante la novela, con la poesía, Altamirano es menos moderno de lo que quisiera ser. Ni Manuel Gutiérrez Nájera, ya modernista, ha dejado del todo el ejemplo de “los Aristarcos” como, peyorativo, los llama, el héroe de Tixtla.
¿Por qué diablos México no tiene una literatura nacional todavía a la altura de una épica iniciada con Cuauhtémoc y culminada, ante el asombro del universo, por Juárez, en el Cerro de las Campanas? Altamirano y José María Vigil (1829–1909) son los más interesados en resolver el problema y no basta con culpar a los tres siglos de dominación española. Positivamente, en el sentido positivista, quiero decir, ambos homologan la vida de una nación con la de un ser vivo. Para Altamirano, la ruptura con España y con su literatura (que una cosa se desprenda de la otra es inverosímil, como lo supieron los conservadores, no porque esas letras fueran peninsulares, sino porque atravesaban su peor momento), nos libra de los tropiezos de la infancia: nacemos jóvenes pero para ello hay que engrandecer a Andrés Quintana Roo y a Francisco Manuel Sánchez de Tagle, a su vez imitadores del otro Quintana, Manuel José, el liberal ibérico.
Vigil lo ve al revés: somos monstruosos porque carecimos de infancia.