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Estuve algunos días en Teherán y una larga jornada en Isfahán, la capital islámica de Irán. Invitado a la gran feria del libro iraní, me sentí, como de niño, del todo analfabeto entre miles y miles de volúmenes, la inmensa mayoría impresos, similares aunque no iguales, en farsi o en árabe, pero ambos en alfabeto arábigo. Rusia, Alemania y México, entre los presentes, se están abriendo camino en un país clave para la estabilidad del Medio Oriente.
Tuve la fortuna de ser huésped de un embajador mexicano estudioso del farsi y de su gente, muy sensible a los asuntos literarios y culturales. Cené, en lo que devino una larga conversación con varios de los más señalados escritores iraníes, entre ellos el profesor Abdollah Kosari, el heroico traductor de la literatura latinoamericana en Irán. Antes de viajar me documenté con los libros del especialista Christopher de Bellaigue, británico residente en Teherán, y con Reading Lolita in Tehran (2003), de Azar Nafisi. No me faltaron las traducciones de la poesía persa clásica del gran Basil Bunting, junto a sus propios poemas y recuerdos. El poeta, durante la Segunda Guerra, fue jefe de un comando de la RAF en Persia, además de espía y periodista. Su larga mano me llevó a encontrar, abandonados en un hotel de lujo, un par de tomos huérfanos de las historias británicas de esa literatura. Pagué por ellos lo que debí gastar en una alfombra mágica.
El autoritarismo de los ayatollas, dicen y acaso no les falté cierta razón ha impedido que todo el Islam se transforme en el ISIS, una herejía del sunnismo, cuya guerra religiosa contra los chiitas es en buena medida responsable de la sangría terrorista esparcida por el mundo. La revolución de 1979 se apaga en medio de una sociedad jovencísima, hambrienta de libertades y acaso de secularización, aunque educada en la hipocresía, pues todo lo prohibido en la calle se hace en libertad puertas adentro. Conversando con los discretos escritores iraníes, casi todos ellos mayores que yo, me dio la impresión de encontrarlos apenas discutiendo aquello de “la revolución traicionada”, que seguida de la guerra fratricida con Irak donde fue Occidente quien munífico a Sadam Husein, los pone, en esta tierra de mártires, ante la pregunta de si valió la pena derrochar tanta sangre.
El velo mismo, obligatorio de rigor al grado de que fue simpático ver envelarse a todas las viajeras cuando mi avión tocó tierra, resultó, sorprendentemente, muy atractivo. Los hay de todas las telas y colores, de tal forma que fue encantador ver a las bellísimas persas caminar con esa prenda por las calles. Y no estando prohibido el maquillaje facial, la imaginación con que se pintan le da una extraña alegría, a Teherán, donde las mujeres, según me cuentan, cada día son más insolentes contra un régimen mojigato que difícilmente sabrá contenerlas, como a sus novios, quienes con mayor frecuencia violentan usos y costumbres en los parques del norte de Teherán, tomándolas de la mano. Las universitarias colman los campus y los prejuicios religiosos familiares se van resquebrajando sin pausa. Viven en una ciudad enorme y caótica, más parecido al antiguo Distrito Federal mexicano de los años 70 y 80 que a Nueva Delhi o Pekín, para hablar de otras ciudades del continente asiático a las cuales he ido.
En buena hora llegó el acuerdo atómico con los Estados Unidos, pues al salir del llamado “eje del Mal”, parece posible que Irán se modernice con alguna celeridad, aunque no será tan fácil como en Cuba, donde con una visita de fin de semana de Obama, quedó liquidada simbólicamente aquella revolución tan pendenciera. Su sistema electoral, el de Irán, es más competitivo que aquel simulado por el PRI antes de 1988, motivo por el cual se alternan en el gobierno —que no a la cabeza del Estado— conservadores y liberales, todos chiitas e islámicos, como si hubieran encontrado una fórmula de democratización desde arriba. Hoy predominan los liberales y de prevalecer la entente, esa antigua nación volverá a dar de que hablar pues basta con pasearse por sus librerías, donde abundan, para mi sorpresa, las traducciones al farsi de algunas figuras del pensamiento, sean Camus o Agamben. Pero no hay Facebook ni YouTube y se censura a muchos autores iraníes, obligados a publicar en inglés, francés o alemán.
Una mañana, este turista, en compañía de algunos colegas mexicanos, visitó el Museo de Arte Contemporáneo de Teherán, donde se guarda bajo llave o se abre aleatoriamente la colección modernísima comprada por la antigua emperatriz Farah Diba, esposa de aquel Sha canceroso que vino a dar de tumbos a Cuernavaca a fines de los años 80, breve asilo bien pagado el cual me fue reclamado, ¡a mí!, en una de mis charlas. Pero lo que me llamó la atención fue la exhibición temporal del artista belga Wim Delvoye (1965), quien se autoproclama “neoconceptual” porque lo conceptual a secas, supongo, ya valió. Le recomiendo su página web a quien desee ver, grandotas y chiquitas, sus manualidades.
El caso es que una de las especialidades de Delvoye es la “escultura apachurrada”, llamada por él mismo “gótica”. Cromada en oro aparece la catedral de Colonia en forma de ferrocarril descarrilado y torcido junto a una serie de crucificados hechos cochinilla o charamusca. No soy creyente ni católico. Pero como intransigente defensor del derecho a la blasfemia no quiero ni imaginarme lo que ocurriría si en alguna ciudad occidental la figura del Profeta fuese exhibida de esa forma.