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En la aplastante labor de reconstrucción nacional que significó la República Restaurada, Ignacio Manuel Altamirano (1834–1893) no podía faltar la crítica literaria. No la ejerció del todo en El Renacimiento de 1871 que más que una revista llamada a unir a los vencedores con los vencidos fue un gesto de magnificencia de los escritores liberales hacia algunos conservadores más o menos arrepentidos de haber arropado a Maximiliano, a quien, clemente, el propio Altamirano visitó en Querétaro un mes antes de su fusilamiento, donde el austríaco le recomendó el agua de Seltz como remedio implacable contra la disentería padecida por ambos.
Sus famosas “Revistas (léase crónica) literarias de México (1821–1867)” aparecieron un año después, en La Iberia y fueron un intento, como siempre en Altamirano (lo cual lo torna a veces tan enfadoso de leer) de contar todo, otra vez, desde el principio, pues la nación, tras la guerra perpetua entre liberales y conservadores continuada con la invasión extranjera, necesitaba de un abecedario y por ello Monsiváis lo llamó “el maestro de maestros” y en la A comienza, no sin antes pasar lista de quienes ya estaban muertos en 1867, la mayoría de la generación de los románticos de Letrán.
Tras destacar a los vivos, sus amigos encabezados por Prieto y Ramírez, y seguidos por sus contemporáneos José Tomás de Cuéllar (por iniciar la narrativa sobre la Intervención, junto a Juan A. Mateos) y Vicente Riva Palacio, Altamirano dedica todo el largo ensayo a la prosa, entretenido en la prosapia de la novela y destacando que ha sido la imprenta, a través del folletín, la que ha popularizado ese género siempre necesitado de defensores pues huele a pueblo recién alfabetizado y a mujer que sabe latín. Le urge, por qué no, dar a la Ciropedia, de Jenofonte y a La Atlántida, de Platón, categoría de novelas precoces (revisionismo no ajeno al de ciertos críticos contemporáneos). No desprecia, como autores de prosa a la altura del arte, a los que después serán llamados cronistas y ni al maestro del periodismo político, un Francisco Zarco muerto poco antes de la Navidad de 1869.
Su contacto con las publicaciones internacionales no puede ser sino mayor al de José María Heredia y su Miscelánea en 1832: destaca a su amado Dickens, Hugo ya montó escuela con Los miserables (1862) y el nombre de Balzac aparece tímidamente aquí y allá, acompañado de folletinistas más populares, como Frederic Soulié. Pero aun con sus prejuicios neoclásicos contra la novela histórica (que Altamirano comparte pero oculta para no parecer anticuado), la concentración crítica del poeta cubano y mexicano es mejor que la largueza del indio de Tixtla, que habría de morir en San Remo, Italia, dejando en su propio periplo, el salto civilizatorio dado por el país (incluida su república de las letras) durante aquel siglo devastador. El Renacimiento, como lo señala Huberto Batis en su prólogo a la edición facsímil de 1979, introduce la noción de “divulgación cultural” ajena a la política pero no a que escritores antagónicos confluyesen en ella. Ello sin el tono deprimente y melindroso tan característico de El Año Nuevo de los letranistas.
Más que el Benito Juárez de nuestras letras, que lo fue en cierta medida, Altamirano es un segundo Bustamante y el ambiente en 1867 comparte cierto déjà vu con el de 1824: una nación victoriosa se dispone a adueñarse, al fin, de su destino. Como don Carlos María y pese a ser liberal furibundo que en 1861 pedía la cabeza de su amigo Payno (a cuyo Fistol del diablo rinde justo homenaje), Altamirano es otro recristianizador, como lo muestra nítidamente Una navidad en las montañas (1871): sin la corrupción del clero católico, la pureza del evangelio, compatible con la libertad, unirá a los mexicanos. Sin hacerse nunca protestantes (lo impedía la devoción nacional por la Guadalupana, virgen cuya omnipresencia suplanta y disculpa a la malévola Iglesia), nuestros liberales —salvo el caso excepcional de El Nigromante— no son ateos. Y cuando en las Revistas literarias, Altamirano, exudan un cosmopolitismo cristianizador: México ha de ser moderno —desde luego que él no lo dice así— en la medida en que su cristianismo sea liberal. Liberalismo nacionalista y mexicanizante inspirado sin remedio en El Periquillo Sarniento y su inundación de mexicanismos. Y si Fernández de Lizardi es el padre, Lucas Alamán, “de nefanda memoria” aparece como el demonio justificador de las cadenas que México una y otra vez ha roto.
Carece Altamirano, insisto, de la profundidad crítica de Heredia, condenado el cubano a cavar hondo pues la tierra se achica a su alrededor y del impulso, más positivo que sistemático, de Francisco Pimentel, cuyas historias de la literatura y de las ciencias en México no han aparecido aún pero ya lo contrariará, como conservador, desde la Academia Mexicana fundada en 1873, donde compartirá tertulia con José María Vigil, liberal en política (ha triunfado ya la exitosa tesis de Stendhal homologando liberalismo con romanticismo) aunque conservador en estética. Si hubo una era de Bustamante, entre 1821 y 1847, hubo otra, de Altamirano, entre 1867 y 1889, quizá. El primero buscó la antigüedad moderna en la historieta constantina que hacía de los aztecas, nuestros romanos; el segundo, la tenía más difícil: hallar esa antigüedad moderna en la tradición universal de la novela pues México carecía de ella. Los escritores mexicanos seguían necesitando de ejemplos a imitar y a sublimar. Si en 1805, los árcades, leyendo a Humboldt con un ojo tapado, encontraban en nuestra cornucopia un paraíso bucólico, en 1869, Ignacio Manuel Altamirano se gloria de que la suya es la nación épica, por antonomasia, del siglo XIX.