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No me extraña que la crítica vienesa Marjorie Perloff, refugiada en Nueva York antes de la Segunda Guerra mundial y notable especialista en la poesía de la vanguardia, se presente deslumbrada ante La memoria de las cosas (Sexto Piso, 2015), pues esta primera obra en prosa de Gabriela Jauregui, nacida en la Ciudad de México en 1979, está más cerca de la poesía que de la narrativa. Históricamente, es un libro poco novedoso y hasta tradicional; el poema en prosa vindicado por los surrealistas o “el cuento de poeta” despectivamente calificado por los narradores goza de abolengo en las letras mexicanas. Ya se sabe que los antólogos de Poesía en movimiento (1966) incluyeron prosas de Arreola en calidad de poemas y pudieron hacer lo mismo con algunos cuentos de Torri, de la misma manera en que Paz reclamaba, sin mayor suerte, que sus “Arenas movedizas” (1949) de ¿Águila o sol? eran llanamente cuentos al modo surrealista y no prosas poéticas.
Con estos precedentes, Jauregui sigue el camino andado hace un cuarto de siglo por Fabio Morábito (1955) con Caja de herramientas (1989) y otros, no pocos, escritores de mi generación decididos desde entonces a acabar de borrar la frontera entre la poesía y la prosa mediante el entonces muy festinado “fragmento”. Pongo sobre la mesa semejante armorial no en demérito de las peculiaridades de Jauregui sino para sofrenar entusiasmos insensatos y complejos de Cristóbal Colón. En rigor, nadie puede decir que algo es tardío en arte y literatura, de la misma manera en que nunca habrá verdaderamente un “último esteta” francés o turco o peruano, pero incurramos en la licencia concedida por la mortalidad y digamos que La memoria de las cosas es un fruto tardío de esa tradición. Y por el lado del verso, no es necesario irse al canon —Francis Ponge— para encontrar que, en prosa, Jauregui forma parte de la misma familia que un poeta bueno y escaso como Alfonso D’Aquino (1959), quien homenajeó, hace 15 años, a los basiliscos, para no hablar de otros bestiarios y manuales de zoología fantástica de la literatura hispanoamericana.
Pero inclusive leyéndola fuera de contexto, como a veces leen mejor los profanos que los críticos, La memoria de las cosas es un libro agresivo. Frases más esculpidas que escritas. Sorprendente, léanse o no sus prosas como cuentos, al proponernos la visita a un gabinete de antigüedades donde hay vegetalia (donde impera el influjo de Alejandro Zambra), mineralia (acaso debió ser solamente un Lapidario como el de Plinio “El Viejo”), animalia y una muy personal artificialia, en el cual Jauregui toma, para decirlo otra vez con Ponge, “el partido por las cosas”: un biombo que es a la vez una mujer antigua y acaso el texto más interesante del libro o un tercer pezón que recuerda a otras teratologías de nuestra literatura contemporánea, como las de Guadalupe Nettel. Pero no es suficiente con la mirada de la autora para crear un doctor Caligari que nos guie entre los reinos artificiales de la naturaleza.
El uso del presente narrativo y la narratividad de ciertos vegetales, ya sea un “árbol cosmonauta”, “una pera cocodrilo” o unos dulces alemanes que en forma de ositos de goma acaban por asomarse al nazismo y su guerra, en el más contable de los textos de Jauregui, no cambian en mucho mi percepción de que estamos ante poesía. Buena poesía acaso, escrita con las ventanas abiertas y hasta con cierto frío, como si las palabras objetivas le diesen a La memoria de las cosas una subjetividad calurosa a la que la autora ha renunciado racionalmente. Esa cosificación persistente acaso llamó la atención, venturosamente extranjera, de Perloff en nada indiferente, por ejemplo, al concretismo brasileño.
Algunos párrafos, inevitablemente, me recordaron a Morábito, lo mismo en prosa que en verso, como aquel en que Jauregui enuncia: “Forjó siete caracoles del tamaño y los tiró a la basura. En esta ciudad, la basura de un hombre es el tesoro de cualquiera. En realidad tirar caracoles era casi como un experimento social, un performance, una idea de rastreo. El artista pepenador los tiró a la basura y fue a buscarlos como si se hubiera arrepentido. Pero no era arrepentimiento, el objetivo era justamente la búsqueda. Ver a donde van a dar los desechos.”
En La memoria de las cosas no todo es tradición vivificada (lo cual desde mi punto de vista es plausible) sino momentos de verdadera voluntad de ruptura como en “Diamante recuerdo”, la segunda mineralia de Jauregui, donde la prosa es sometida a una tensión que le impide retenerse en su habitual poeticidad. Nuevo, no diría yo que es un libro novedoso ni se distingue por una originalidad en la cual no creo sino en muy raros momentos de lucidez, La memoria de las cosas establece una instalación, como se dice ahora, discreta y sólida, desde donde Gabriela Jauregui puede, ante el abismo, saltar o pasmarse.