El plagio desagrada por ser una combinación casi perfecta entre la inverecundia y la flojera que arroja justicieramente a quien lo comete, la gran mayoría de las veces, a la muerte civil, estado del cual nunca sale. Plagiar en la actualidad es una manía que, Google a la mano, es una temeridad rayana con la estupidez. Así que no me referiré, en particular, a la reciente epidemia de plagio en la academia mexicana, pues ya todo se ha dicho y los culpables se encuentran vagando en las tinieblas exteriores.

Es más curioso informarse sobre la práctica del plagio, tardía en muchas décadas en ingresar al dominio de la justicia pues a los artistas del siglo XVIII, sobre todo, no les parecía del todo delictivo el plagiarismo. Richard Terry, uno de los estudiosos del caso en el dominio anglosajón, afirma que molestaba entonces no tanto el acto de tomar como propio lo ajeno sino el hacerlo clandestinamente. A nadie sorprendía que Shakespeare se nutriese de Plutarco, pues sólo hasta el romanticismo, cerca de 1800, se adueñó de los artistas la idea de su propia y divina originalidad. Son precisamente los años que van de la muerte precoz de Mozart a los primeras grandes notas de la esforzada educación de Beethoven, los decisivos en el asunto. Sin duda, Mozart amaba su oficio, pero se consideraba a sí mismo un artesano de excelencia, no un creador bendecido por el genio como Beethoven, el primero en exigir silencio a sus distraídos escuchas en los palacetes donde tocaba el teclado. A Mozart, en cambio, o a su industrioso padre, Leopold, no les sorprendía verse haciendo cola, junto al jardinero o al pinche de cocina, en las caballerizas del palacio arzobispal de Salzsburgo, para cobrar la quincena.

El plagio empezó a indignar cuando se impuso la noción de genio beethoveniana y aun así pasarán casi dos siglos, entre el estatuto de la Reina Ana, en 1710 y la convención de Berna en 1886, para que el derecho de autor protegiese al creador. No poca consistencia le dio Balzac a esa lucha, al constituir en 1850 la sociedad de los hombres de letras, pues la costumbre francesa, rendida a la novedad revolucionaria, era más bien pirata. La asamblea nacional en 1791 había abolido los privilegios de la Comedia Francesa haciendo toda obra de teatro del eterno dominio público. Luego, como en otros atrevimientos, recularon y hasta lanzaron una “declaración universal de los derechos del genio” dueño durante sólo 10 años de los frutos de su ingenio.

Escritores y artistas del Antiguo Régimen ejercieron, con laxitud, el derecho a la adaptación, siempre y cuando una ópera o poema dijese con orgullo que era una imitación o variación de la obra de otro autor. Mozart podía rehacer alguna pieza de Handel que no le acomodase a él o a su público, siempre y cuando lo hiciese abiertamente, a manera de tributo. Más poderes aún tenía el traductor, quien al vertir de una lengua a otra se apropiaba del texto ante la satisfacción de su público. Famoso fue Le Tourneur al afrancesar toda la literatura inglesa, poniéndola bajo el gusto neoclásico del hexágono o don Juan de Escóiquiz, ayo del principito Fernando VII, quien retraducía al español los versiones de aquel francés, desechando lo que pareciera anticatólico, ante la gratitud del lector piadoso. Así, ambos hicieron gran negocio con la poesía funeraria, entonces celebérrima, del doctor Young, quien hoy es polvo.

Pero plagio total, como en el que incurren los profes de humanidades sorprendidos en flagrancia, aquí y allá, era más bien raro o muy difícil de comprobar. Que Stendhal se plagiara en 1815 las biografías de Haydn, Mozart y Metastasio (otro olvidado, el poeta-argumentista de las óperas más exitosas), publicadas por Carpani apenas tres años atrás, fue visto hasta con complacencia, tanto por sus enemigos (“pobre hombre sin genio”, decían) como por sus amigos (“lo hace para divertirse, no lo oculta y además no gana dinero con ello”, etc.) en una época en la cual Walter Scott no firmaba sus novelas porque todo el mundo sabía quien era el autor.

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