Menos que el fallecido Sainz tuviese sus admiradores me asombra su discreción durante las décadas en que el autor de Gazapo (1965) caminó hacia el olvido, uno de los más severos entre los sufridos por un escritor mexicano que hace medio siglo parecía tenerlo todo. Sainz se convirtió en una laguna en nuestra memoria literaria. ¿Por qué? Es difícil, al menos para mí, saberlo. Aunque guardo una bonita dedicatoria autógrafa suya a mi ejemplar de La princesa del Palacio de Hierro (1974), que conseguí a mis 12 años por medio de una amiga de mi padre, no lo conocí e ignoro si su caracterología lo tornó malhumorado y resentido, como cuando se enfado conmigo porque osé llamarlo a su número telefónico privado, ya no sé si en Albuquerque o Bloomington, para que me autorizará su inclusión en la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, hacia el año de 1988, misma que, aun de mala gana, me concedió. Tiempo después, reseñando para Vuelta en julio de 1991, A la salud de la serpiente (1991), fui inclemente: “Muy grande debe ser la soledad para enjaretarle al hipócrita lector 787 páginas del egocentrismo más impúdico y descarado que se haya visto en la literatura mexicana”.

No me retracto. Aquel mamotreto era una tristeza al reproducir —sin autorización, al parecer— las cartas de Fuentes, Beatriz de Moura, José Donoso y otras celebridades del Boom, circa 1968, todas ellas genuinamente admiradas por la cultísima viveza del joven escritor mexicano, ocupado entonces en Obsesivos días circulares, su segunda novela, misma que en A la salud de la serpiente, se convierte en una epopeya del ego dando de gritos y de brincos contra el olvido.

Ocurre que a Sainz no le faltó ni cultura ni voluntad sino suerte y talento. Gazapo, su novela coloquial de aventuras juveniles, apareció justo antes de la revolución sexual, que en México acabó por imponerse hacia 1970 cuando se masificó la venta de la píldora anticonceptiva, volviendo antañona y casi porfiriana la sexualidad de los héroes de Gazapo, más cercanos a la malteada que a la mariguana. Sainz fue el primero en darse cuenta, como lo confiesa en Muchacho en llamas (1987), la novela sobre Gazapo. Pero Sainz nunca escribió, a diferencia de su camarada y amigo, José Agustín (cuatro años menor que él), una obra maestra como Se está haciendo tarde (final en laguna), de 1973, ni conservó, como él, pese a la irregularidad de su obra posterior, la vibrante simpatía de sus admiradores. Finalmente, a Sainz, su salida del INBA, a principios de los años 80, por un caso de censura, lo decidió a autoexiliarse en los Estados Unidos, donde dejó grata memoria como distinguido profesor. Tal parece que en Saltillo, ciudad a la que se aficionó, la universidad, habiéndole prometido la compra de su estupenda biblioteca, faltó a su palabra.

Releyéndolo estas semanas posteriores a su muerte, víctima del mal de Alzheimer, el 26 de junio, rescato el delirio telefónico de La princesa de El Palacio de Hierro y me arrepiento de no haber comentado ni Muchacho en llamas ni A troche y moche (2002), libros bastante más inteligentes e intensos que numerosas novedades o rescates frívolos que gozan de un predicamento sólo pasajero. El mal está hecho y yo contribuí a esa extinción que hoy lamento vanamente. Pero en varios de sus libros (señaladamente en Compadre lobo, de 1977, en Fantasmas aztecas, de 1982), Sainz no pudo liberarse de la aplastante influencia de Fuentes, su vieux maître. Son demasiadas sus páginas, como ocurre literalmente en A la salud de la serpiente, en que nos encontramos ante la parodia del más parodiable de los estilos mexicanos.

A partir de ahora, a Sainz no le faltará el ser víctima del otro extremo del silencio, la facilona fanfarria fúnebre, con su cauda de homenajes. Pero su destino nos advierte que nadie tiene ganada la feliz y estruendosa posteridad prometida por los traicioneros dioses a aquellos mortales que la damos por segura gracias al éxito de nuestros primeros libros.

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