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La imagen que proyectaron los medios de comunicación internacionales y su reflejo en la prensa de México es un presidente de los Estados Unidos aislado del resto de los dirigentes del G20 en torno a dos temas: el Acuerdo de Paris y el impulso al libre comercio. El aspecto negativo de la figura de Trump ha sido magnificado en la opinión pública nacional por razones justificadas debido a su constante discurso anti-mexicano.
La política del murmullo –la frase deslizada tenuemente por Trump a los periodistas que esperaban una noticia después de la reunión bilateral con el Presidente Peña Nieto –es una muestra del escenario desfavorable para las iniciativas legislativas y las promesas de campaña trumpianas. Los reporteros avientan “toritos”, cohetes silbadores al paso del magnate neoyorquino, para conocer sus reacciones más inmediatistas, provocando su enojo para así obtener una nota que puedan publicar en las ocho columnas de sus diarios. Preguntan: ¿Y el muro lo van a pagar los mexicanos? Y sólo suelta un susurro “absolutely”.
El poderoso mandatario está solo ante sus pares por su estrategia de confrontación permanente contra todos y contra nadie, lo que es un aislamiento evidente. Esto es producto de la política errática e incierta así como del creciente oportunismo sin sentido que, en el mediano plazo, puede abrir espacios a fuerzas autoritarias, pero que, paradójicamente, clama en el corazón de Polonia por un renacimiento de occidente frente a lo que representa el pasado de los países de la derretida cortina de hierro: planeación centralizada que es la enemiga de la economía de mercado e inversión pública que desplaza a la privada en aras de aumentar el rendimiento social del capital y disminuir sus utilidades.
En contraste, el aislacionismo fue la política exterior adoptada por Estados Unidos después de la Gran Guerra como reacción al protagonismo del Presidente Wilson y la fracasada Liga de las Naciones. Esta postura gubernamental, compartida por el electorado norteamericano, fue una de las causas que dicha conflagración mundial continuara 20 años más tarde con la llamada Segunda Guerra. El poderoso país en ascenso decidió no participar en el escenario internacional con la fuerza y liderazgo que había adquirido por razones de política interna.
El aislamiento actual es el resultado de una política fallida que pretende retomar un liderazgo perdido o, por lo menos, cuestionado; del propósito de no pagar el costo que implica ostentarse como el policía del mundo y el defensor del proyecto democrático-liberal de occidente; de la fatua pretensión de imponer a los demás la visión radical de una raquítica mayoría electoral conservadora, cuasi-rural e intolerante; del comportamiento prepotente y autosuficiente que desdeña alianzas y profundiza rivalidades, entre otras circunstancias.
Ambos, aislacionismo y aislamiento, implican tanto un repliegue de fuerzas como abandono de posiciones por los poderosos y los representantes del statu quo. Estos espacios son rápidamente ocupados por grupos de activistas o militantes radicales que tienen comportamientos autoritarios propios de quienes viven en los márgenes del poder social, generalmente, movidos por el ánimo de revancha y el deseo de obtener un protagonismo negado por décadas. Este escenario es favorable a la política de la sinrazón que se expresa con desplantes (misiles norcoreanos), alianzas aberrantes (nazis y comunistas) y amenazas veladas disfrazadas de cortesías excesivas (reunión Putin-Trump).
Lo peligroso de la política de la sinrazón es que suele alimentarse del “hartazgo” de una sociedad sin rumbo e inconsciente de las consecuencias de un rompimiento del orden social en favor de los grupos vanguardistas que pretenden imponer una visión única (como ejemplo está la Alemania pre-nazi). Lo anterior, conduce a una superficialidad del análisis de las mayorías -el discurso del fastidio lo adoptan los políticos en ascenso- con lo que se fracciona al electorado, tal y como sucedió en la República Alemana de Weimar (1918-1933), lo que permitió que minorías bien organizadas accedieran al poder del Estado por la vía democrática y lo controlaran para desmantelar el pluralismo político. Una situación similar también sucedió recientemente en Venezuela.
El poderoso aislado suele asumir la actitud del “incomprendido” por la sociedad y, en el caso de Trump, por el resto de los países de occidente y con ello justifica su inacción. El aislacionista decide abandonar a su suerte a millones de seres humanos, quienes pierden su libertad y tranquilidad, sólo despertando del letargo político cuando la amenaza toca a su puerta (ataque japonés a Pearl Harbor).
Los espacios de la sinrazón se están multiplicando. El mundo y los países en particular viven un proceso en el que las fuerzas con mayor poder son aisladas por su miopía social y económica o se aíslan por decisión propia. En este contexto, adquieren presencia voces que nada proponen, sólo denuncian. Además, los grupos de interés aprovechan las debilidades del poder para obtener más privilegios, el poder social cuidan más sus privilegios que cumplir con su función, los personas rechazan cualquier compromiso solidario que implique un mínimo sacrificio de su bienestar y la juventud busca el ascenso social en las actividades delincuenciales.
El aislamiento, el aislacionismo y la política de la sinrazón -la destrucción como estrategia de cambio y sometimiento del otro- son fenómenos que suelen presentarse simultáneamente. Esperemos que la forma de gobernar de Trump no sea la antesala de un mundo dividido y desconfiado. Vale.
cmatutegonzalez@yahoo.com.mx