El Secretario de Hacienda, José Antonio Meade, anunció que los precios de los combustibles se liberalizaban a partir del primero de enero del año entrante, lo que implica un aumento del 14 al 20 por ciento en la venta al público, en el precio máximo, durante el primer mes del año. El argumento central es que el consumidor debe pagar el costo real y no sería justo que se destinaran 71 mil millones de pesos (casi lo que representa el programa Prospera) para subsidiar los precios por debajo del mercado internacional en beneficio del sector de la población que tiene automóvil que es la de mayor ingreso.
El debate se ha orientado a medir el impacto de este incremento en la inflación y, sobre todo, en la canasta básica. Independientemente de lo que suceda en el mediano y largo plazos, ese es un asunto de proyecciones económicas, este hecho es suficiente para que en el corto plazo los transportistas soliciten un ajuste en las tarifas y los comerciantes sustituyan las etiquetas viejas por nuevas con un mayor precio. Lo anterior es un costo político del gobierno y una excusa para que algún partido político se oponga a la medida para allegarse simpatizantes o se exprese un disgusto efímero en las redes sociales.
La energía todavía es un bien público y lo correcto en el precio de este tipo de bienes es que sea equivalente a su costo, que no es lo mismo al valor de mercado. Este último se fija por la oferta y la demanda y cuando hay escasez sucede lo que estamos viendo en el Bajío en el que la gasolina, ante el desabasto, se vende clandestinamente a cerca de 40 pesos el litro.
En un mercado en proceso de liberalización, no controlado totalmente por el gobierno a través de PEMEX, la fijación del precio consiste en sumar al costo la utilidad o, en un caso rarísimo, restar la pérdida del agente económico. Entonces, si se impide con apoyo presupuestal que el precio fluctúe conforme las condiciones internacionales (el 62% de las gasolinas es importado, Excélsior, 18-07-16) parte del subsidio gubernamental se destinaría a garantizar la utilidad de las empresas comercializadoras.
Sin embargo, las leyes del mercado libre no operan en su totalidad en el sector energético. La demanda es inelástica, es decir, no varía significativamente por un cambio de precio, no hay bienes sustitutos -hay carencia de un transporte público que sea una opción viable al viaje en automóvil. En pocas palabras, el aumento de precio en la gasolina no baja su consumo. La oferta es la que manda. El desabasto produce alza en el precio y el consumidor paga cualquier costo que se adicione ante la necesidad de movilidad.
Lo anterior significa que el análisis de la opinión pública debe centrarse en la estructura de costos de los energéticos. El primer elemento es el precio internacional de la gasolina, el segundo las contribuciones (IESP e IVA), tercero son los costos de distribución y comercialización y cuarto la utilidad de las empresas comercializadoras.
Ahí está el detalle. Una revisión de los costos arroja que existen problemas estructurales, utilidades excesivas, privilegios injustificados y huecos financieros derivados de actos delictivos. Por ejemplo, ¿quién cubre las pérdidas (mermas) por la ordeña de los ductos de PEMEX?, ¿quién financia el ventajoso régimen de pensiones de los trabajadores del sector?, ¿quién paga el 6.5% por litro que venden los gasolineros en México que contrasta con el 3% en Estados Unidos (El Financiero, 29-12-16)? y ¿quién asume el sobrecosto que genera la falta de infraestructura para la distribución eficiente de combustibles? La respuesta es simple: el consumidor. ¿Qué incentivo existe mejorar la estructura de costos? Ninguno. Las contribuciones y la utilidad de los gasolineros como un porcentaje del precio se mantienen más o menos constante en el tiempo y los derechos de los sindicatos son intocables.
No vayamos muy lejos, simultáneamente al aviso del aumento de los energéticos, se informa que el gobierno federal apoyará a CFE con 161 mil millones de pesos para el pago de pensiones (Milenio, 29-12-16) El monto es cercano a dos veces el gasto destinado al programa Prospera. En la lógica del mercado que se aplica a la gasolina, esta transferencia no está justificada, mucho menos en términos sociales.
Es correcto que el consumidor pague por el costo de un bien público, sin subsidios, pero que éste sea el menor posible en condiciones óptimas de productividad. No es correcto que los trabajadores de una empresa pretendan una retribución mayor a la que se obtiene de la venta del bien en el mercado y que el déficit que se genera por el diferencial entre costo y precio se cubra con presupuesto público. Falta mucho por hacer para ordenar el sector energético en beneficio de los consumidores. Ahí está el detalle.
Profesor de Posgrado de la Facultad de Derecho de la Universidad Anáhuac del Norte
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