Chicago, Illinois.— Luego del escándalo generado al despedir al director del FBI, James Comey, faltaban tres elementos que abrieran la puerta para enjuiciar políticamente a Donald Trump: 1. Evidencia de que obstruyó la justicia. 2. Un fiscal especial que determine la intervención de los rusos en la elección presidencial. 3. Un Congreso de mayoría opositora.

Con los nuevos acontecimientos, la evidencia comienza a destaparse, ya se designó a un fiscal especial, el ex director del FBI Robert Mueller, y el Congreso de oposición no ocurrirá al menos hasta el próximo año.

La Rusia de Vladimir Putin se propuso desestabilizar las instituciones democráticas estadounidense influyendo en la elección del año pasado. Hackers rusos robaron información comprometedora que dañó a los demócratas y benefició a Trump. El mismo candidato republicano celebraba las filtraciones a la prensa.

Los altos funcionarios de inteligencia y del Congreso estadounidense no tienen duda de la intromisión rusa; el único que se niega a aceptarlo es el beneficiado del caos político. El director Comey investigaba los vínculos de la campaña de Trump con los rusos al momento de ser despedido, acción que incrementó la sospecha de colusión.

Mientras la oficina de prensa de la administración aseguraba que la salida de Comey no estuvo vinculada con el escándalo electoral, el presidente decía en una entrevista con la cadena NBC que al echar al jefe del Buró pensó en “esta historia inventada de Trump y los rusos que no desaparece”. Como el pez, la lengua floja llevó al presidente a picar el anzuelo.

La sombra de contubernio creció cuando Trump amenazó con un tuit al despedido Comey de no filtrar información a los medios de comunicación.

En el ultimátum, el presidente dejó entrever que tiene grabaciones de sus encuentros con Comey que usaría para chantajearlo, obviamente.

Entonces se supo que Comey también llevó un registro de las interacciones con Trump, en su caso archivos oficiales. Un memorándum escrito en febrero detalla que el presidente le pidió hacerse de la vista gorda sobre uno de sus ex colaboradores vinculado con los rusos. Con este elemento queda claro cómo el Ejecutivo trató de obstruir el trabajo del Departamento de Justicia sobre una investigación que le compromete.

Obstruir una investigación federal es un delito grave, tan serio que puede derivar en un juicio político que lo destituya. El Congreso ya invitó al ex director Comey a comparecer públicamente. Seguramente se le cuestionará sobre la intromisión de Trump en las tareas del FBI.

Más evidencia. El Legislativo demanda a la Casa Blanca entregar las cintas con grabaciones que en un lapsus Trump mencionó cuando amenazó a Comey.

El último genio que grabó a otros sin su consentimiento en la Oficina Oval fue Richard Nixon —quien renunció antes de ser destituido—.

En este contexto, el fiscal especial Mueller tendrá mucha tela de dónde cortar para restaurar la confianza de los estadounidenses. Quizá demande ver las declaraciones de impuestos que Trump ha escondido y que podrían mostrar sus conexiones financieras con los rusos.

La querella llevará tiempo pero anticipo que será conducida con la propiedad que el caso amerita, lejos de presiones políticas de la administración. Al final, lo que descubra Mueller será la verdad histórica.

A pesar de que en este caso no hay un Congreso de oposición, una investigación imparcial dará la última palabra si Donald Trump o sus compinches violaron la ley, traicionando a su patria a cambio de una victoria electoral.

Por ahora los estadounidenses debemos considerar la posibilidad de que el vicepresidente Mike Pence se convierta en el presidente número 46. En este país nadie está por encima de la ley y el presidente está a punto de aprender esa lección.

Periodista

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