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“Hipogrifo violento que corriste parejas con el viento”, dice Rosaura contemplando el abismo durante el arranque más famoso de una obra de teatro escrita en español. Está en unos peñascos remotos, tal vez en Polonia, y mientras ve caer a su caballo, lo insulta debido a que por creerse un ave, la ha dejado a pie y en la oscuridad: “Pájaro sin matiz, pez sin escama y bruto sin instinto natural”. Como Segismundo, el príncipe prisionero al que la mujer está a punto de conocer, el caballo desbarrancado es un híbrido, un animal de aire y tierra, un personaje que se mueve entre dos mundos sin saber, todavía, cómo comportarse en ambos una vez que se han mezclado.
Regreso a Calderón de la Barca cuando, como Segismundo o el hipogrifo violento, siento que algo muy gordo está pasando, vamos en picada y ya no puedo procesar más información. Que La vida es sueño comience con un caballo que se desboca y en la confusión piensa que es un pájaro no es un gracejo verbal. La pieza es el mejor retrato del instante en que el genio de la lengua asumió finalmente que estaba en tránsito y que había que dejar de ver hacia los Mercurios y los Etnas de la antigüedad grecolatina y los Jesuses y Moises de la judeocristiana y pelar los ojos ante el mundo confuso en que los primeros espectadores de la obra estaban inmersos. Es una primera mirada dramática hacia el lugar en que la astrología tal vez esté mejor siendo astronomía; la alquimia, química; y el rey un empleado de su gente.
Hay muchos episodios de La vida es sueño en que se registra el hecho de que la modernidad ha llegado y lo mejor sería ingresarla en el discurso convencional del teatro, pero mi favorito —tal vez porque tengo, todavía, una relación más bien infantil, deformada por Salgari, con la ficción— es el momento en que una pistola es referida, tal vez por primera vez en la historia de la escritura occidental, en los términos que demanda la escritura literaria en una pieza que ya no puede ser definida como de capa y espada. Cuando Rosaura está a punto de liberar a Segismundo —otro “pájaro sin matiz, pez sin escama”— es descubierta por un grupo de soldados. Su líder la detiene con un grito: “Rendid las armas y vidas, o aquesta pistola, áspid de metal, escupirá el veneno penetrante de dos balas, cuyo fuego será escándalo del aire.” Quién sabe si habría Westerns de no ser por esos versos, tan cándidos, en que una fusca es una serpiente.
Con todo su bagaje barroco y el contenido alegórico que también tiene, La vida es sueño es una primera defensa en clave dramática del método científico. Lo que cuenta es, en realidad, la historia de un experimento conductual. ¿Si trato a Segismundo como un rey, se pregunta su padre coronado, se convertiría en rey? No hay principios, sino casos; nada está dado. El núcleo mismo de la pregunta que se hace el rey refiere a la hibridez, ese ir a caballo entre tierra y aire, de los tiempos de Calderón de la Barca. La astrología, a la que es adicto el padre, dice que Segismundo sería una bestia en el trono, pero la astronomía, que le interesa más al hijo, señala que los planetas son, en realidad, sólo unas piedras girando en torno a una estrella. Dice Segismundo: “Yo en esferas perfectas, llamando el Sol a cortes, le vi que presidía.” Digan lo que digan, él ya leyó a su Galileo y le pareció que tenía razón. El mundo ya no es tomista, no hay jerarquías y que lo merezca, puede abrogarse el derecho a saber o gobernar. La mesa queda puesta para que el genio de la lengua se mude de género y continente, para que los siguientes grandes poemas en español los escriba en la Ciudad de México una lesbiana que tiene en su celda de monja un laboratorio.
Leer literatura no sirve para nada: Calderón de la Barca no tiene una repuesta clara al que me parece el problema central de nuestros días: los ingleses votaron la Brexit, los mexicanos a Peña Nieto, los venezolanos a Maduro y los gringos por Trump. La democracia, con la que mi generación soñó tanto, es también una forma de darse un tiro. Pero hay algo ahí que me interesa: Segismundo comienza a actuar correctamente cuando entiende que no entiende, cuando reconoce que todo lo que sabía no sirve de nada porque no hay manera de distinguir entre el sueño y la vigilia. No hay soluciones, pero hay una postura: la entereza moral y la curiosidad para ir caso por caso, no salvan, pero ofrecen un camino y es correcto.