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Todas las novelas de la Revolución Mexicana —al menos todas las que fueron lo suficientemente buenas para que las sigamos leyendo— son intensamente críticas de la propia Revolución y el sistema político que se articuló tras ella. No importa si fueron escritas por nostálgicos del porfiriato, oficiales huertistas, militares decepcionados o socialistas desesperados porque sus personajes hubieran sido más de izquierda de lo que en realidad eran. Todas fueron publicadas —en episodios de prensa o como libros— durante el ápice del periodo nacionalista revolucionario que demolían, a veces de manera explícita y a veces de un modo lateral.
De Los de abajo a Cartucho, de Se llevaron el cañón para Cachimba a La sombra del caudillo, todas son novelas perfectamente legibles —a veces simplemente extraordinarias— sin el archivo que las sostuvo. Son, como todas las piezas de escritura que siguen siendo legibles después de su momento de parto, irrupciones de un forma en el campo de lo real, ejercicios de abstracción, material traductible. Y sin embargo, eso que parece tan claro en el aula universitaria de nuestro tiempo, no lo era en su hora: la mayoría fueron criticadas, en el momento de su publicación, con argumentos ajenos a sus virtudes formales. La gente recordaba la guerra, opinaba que tal personaje no era así, o que el narrador no había presenciado tal hecho y por tanto no podría atribuirse el privilegio de contarlo.
El archivo de los narradores de la Revolución estaba socializado; todos lo habían visto y tenían una opinión de él porque a veces era parte de una experiencia personal o un recuerdo colectivo —una manera de contar acordada— o venía de los periódicos y gacetas que todos habían leído, discutido, escrito.
Me parece que el contexto en el que Temporada de Huracanes, de Fernanda Melchor —una escritora y lectora culta, ambiciosa y sofisticada—, debe ser leído no es, bajo ninguna circunstancia, el de las aburridísimas novelas más bien periodísticas sobre los horrores de la violencia y corrupción contemporánea de México, sino dentro de una tradición formal más vieja, que desesperó reformulando el lenguaje literario para obligarlo a representar el drama psíquico de una generación a la que le había tocado presenciar un fin de un mundo. De ahí que experimente con las formas duras del neobarroco latinoamericano o el formalismo centroeuropeo —en la novela cada capítulo es un párrafo larguísimo en el que las frases se cierran solamente porque de verdad ya no pueden admitir una cláusula más—, desplegando ese esfuerzo de articulación de una realidad que no da descanso en un lenguaje orgulloso de su devoción por los rasgos insólitos de la lengua hablada por los mexicanos de hoy. A Fernanda Melchor no le interesa contar lo que pasa, sino proponer una manera de registrar lo que cuesta decir: Beckett después de Black Sabath, Deleuze en el congal.
Hay algo familiar, por supuesto, en las historias que cuenta Melchor: su archivo lo compartimos todos. Las fosas, los desembramientos, la voraz patología sexual de los nuevos señores del pueblo. Pero su interés no es registrar los signos del horror de todos los días en la orilla veracruzana desde la que escribe, sino generar una manera universal, inquietante, joven, de decir lo que le cuesta raspar a las convenciones expresivas del lenguaje literario, lo que no era necesario que fuera tan horrible, el regocijo en lo oscuro, perverso, inconsciente, ese cofre nervioso en el que se guarda lo que no queremos ver pero no podemos dejar de ver. De ahí que Temporada de Huracanes sea salvajemente anal.
Al contar su historia a la manera de Rashomón —siete testigos de un hecho atroz cuentan en primera persona cómo lo vieron— Melchor se sustrae, además, del placer bobo de ejercer un juicio sobre las maneras de vivir que no calzan con la moral productiva que sostiene a las sociedades liberales, pero que al mismo tiempo son su producto. Es una moralista sagaz.
Los años que vivimos se parecen mucho a los de hace justo 100 años: el poder central sólo se representa a sí mismo y se percibe como una facción triunfadora y no como una burocracia que administra con cierta ganancia el beneficio de los demás; los poderes locales florecen respaldados por milicias irregulares que se cobran un rescate de sangre obviado por los caciques políticos; los grupos enfrentados por el control territorial son infinitos, pero comparten un sólo programa: hacer la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible, en demérito de los derechos y la propiedad de los ciudadanos comunes; el único lenguaje que todos entienden es el de la hiperviolencia, con la que la gente convive entre el espanto y la resignación. La nación se convirtió en un espectáculo que la nación contempla en éxtasis vergonzoso. A Fernanda Melchor no le interesa la nación —tan banal que hay que escribirlo con altas: sólo un nombre— sino el placer oscuro con que se mira a sí misma.