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Son días de una desesperanza atroz, como no había visto en mi vida —parecidos, tal vez, a los que vieron nuestros bisabuelos en el año 17, pero del siglo 20. Pienso, como siempre que no puedo ver una salida, en el realismo feroz con que Sor Juana percibía sus cuitas: “Loca Esperanza, frenesí dorado/ sueño de los despiertos intrincado/ como los sueños, de tesoros vana”. La muerte en silencio de Sor Juana demostró que tenía razón al no albergar ninguna esperanza sobre el mundo que cernía sobre ella. Yo no creo estar exagerando cuando pienso que nosotros, como generación, tampoco la tenemos, ¿Fue esto que metimos el cuerpo de modo que pudiéramos vivir bajo un régimen democrático? Leo las noticias, recuerdo la ilusión enloquecida con que salimos a marchar y votar durante los años finales de la transición, y vuelve Sor Juana: todo fue un “sueño de los despiertos intrincado” y lo que buscábamos estaba, como los sueños, vacío de tesoros.
La sensación tiene que ser compartida. Sólo ayer, en el país en el que vivo, el Congreso optó por hacer trizas el remedo de seguridad social que de por sí teníamos los gringos, condenando a muerte a quien tenga la osadía de enfermarse de algo grave si está desempleado. No estoy exagerando: en alguna ocasión estuve dos días hospitalizado aquí en Nueva York, en reposo y bajo un régimen de antibióticos. No me operaron, no hubo anestesista, nadie asistió al doctor. Aún así, mi seguro —que saldaba con mis magros ingresos por regalías y una beca— pagó por esas 48 horas 17 mil dólares. Si el mismo mal me atacara cuando el proyecto de Ley deje de serlo, el Estado protegería a la aseguradora y no a mi y sería yo quien tendría que pagar. Me moriría de peritonitis en la banqueta.
Y mi caso se contaría entre los razonables. Según el proyecto de ley, si una mujer es violada, la aseguradora —que cobra por asegurar ya no sé qué— no tiene que pagar el aborto, dado que el embarazo por violación es una condición prexistente. El retruécano me derrotó de entrada: ¿qué es lo que pre-existe ahí? Luego lo entendí, creo: han de considerar que ser mujer es una enfermedad.
Sor Juana regresó ayer, cuando, saliendo de dar una clase, leía estas noticias en mi teléfono. Pensé, siguiéndola, que en años como este, quien está mal es el que tiene esperanza, porque la naturaleza de ese sustantivo es contradictoria: “senectud lozana,/ decrépito verdor imaginado”, decía la monja sobre esa forma esotérica del optimismo, que tal vez nunca se justifique. La métrica, la acentuación, la rima sirven para eso, para que algo que alguien dijo mejor de lo que nosotros lo podríamos decir, regrese y aclare nuestra experiencia del mundo: “El hoy de los dichosos esperado/ y de los desdichados el mañana.” La opción de un futuro luminoso, tranquilo, que tal vez nos merezcamos por trabajar tan duro y pagar tantos impuestos, simplemente nos está siendo arrebatada para que un cretino por el que votó una minoría racista y resentida sienta que ahora sí está gobernando. ¿Qué nos queda después de eso? —disculpe, el lector, tantas preguntas, pero es que ya no encuentro respuestas.
Y ayer mismo, en el país y la ciudad que adoro y donde no vivo, hubo un crimen atroz contra una mujer en la Ciudad Universitaria. La oficina de Comunicación de la Procuraduría local montó una campaña para decir, en pocas palabras, que la asesinada se lo tenía merecido por ser dueña de su cuerpo, sus decisiones y su vida. La implicación transparente del comunicado era que si una mujer no sigue las normas heteropatriarcales de la moral judeocristiana, colabora con su propia muerte.
¿En qué siglo viven? ¿Qué se creen? ¿Cómo se atreven? Que la Procuraduría de Justicia procure horror no es raro —México sería un país descomunal si sólo supiéramos cómo hacerle para que el sistema de justicia la impartiera. Lo que me pareció aterrador fue el eco de los medios masivos —incluso los más celebrados por críticos: estuvieron de acuerdo. Fue la reacción feroz de la ciudadanía, y no la de la los medios noticiosos, lo que más tarde produjo una disculpa.
Hay que dar un paso atrás, empezar a pensar en soluciones radicales. Democracia sí —las demás opciones siguen siendo peores—, pero no de buena fe, como la hemos entendido hasta ahora: “Sigan tu sombra en busca de tu día/ los que con verdes vidrios por anteojos,/ todo lo ven pintado a su deseo./ Que yo, más cuerda en la fortuna mía/ tengo en entrambas manos ambos ojos/ y solamente toco lo que veo”, decía Sor Juana.
De aquí a que nos podamos deshacer de las clases gobernantes cuya incompetencia criminal nos atormenta, tiene que haber una manera eficaz de arrebatarles el poder y juzgarlos. Que sientan el miedo que nos atenaza a los demás. Un mecanismo real, concreto que nos permita tener los ojos entrambas manos para poder tocar lo que esperamos, creer en lo que vemos.