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Por una razón misteriosa, cada vez que voy al Festival Nacional del Libro en Washington DC me toca como acompañante y ángel guardián la misma voluntaria. Una señora más bien bastante mayor, mitad nativa americana y de ultraizquierda, con una pasado más o menos guerrillero en El Salvador del que no habla mucho y que trabajó en la Oficina de Planeación Urbana de la capital estadounidense por muchos años. Ahora se dedica, además de a hacerme llegar tarde a todos mis eventos, a asistir a personas que trabajan con archivos relacionados con los grupos indígenas estadounidenses en la Biblioteca Municipal de DC.
Es una mujer simpatiquísima a pesar de las deficiencias de su voluntariado: no sólo siempre se pierde en el monumental Centro de Convenciones en que se desarrolla el Festival —la desorientación en espacios diseñados por la alta burocracia siempre es una virtud—, si le digo por dónde deberíamos ir, se enoja. Tiene otros defectos: hubo algún año en que atendí al Festival con mi hija y, por razones de agenda, no pudimos almorzar. Desde entonces, cada que voy, se roba del salón verde para autores un bolsón de barras de granola y juguitos de manzana, que me obliga a cargar durante los eventos, por si me da hambre.
El Centro de Convenciones de Washington DC —un mamotreto horrible, como todos los de su clase— está en un barrio del noroeste de la ciudad que, cuando yo vivía ahí hace una década, estaba directamente prohibido por la cantidad de balaceras que generaba. En la calle 9 ½ —entre la 9 y la 10, obviamente— había un legendario bar de rock and roll al que había que llegar en coche, a todo trapo y sin frenar en los semáforos. Cuando uno se acercaba a la reja del estacionamiento, hacía cambio de luces y los guardias abrían el espacio justo para que entrara el coche sin pisar el freno. Ir al Nine Thirty era como ir a Mad Max. Hoy ese mismo sitio es un barrio de güeros con camiseta polo, cafeterías sobrediseñadas y bares más temáticos que ambientales. La primera vez que fui al Festival Nacional del Libro, mi voluntaria me contó que había trabajado en el rediseño de la ciudad posterior a los eventos de 9/11, así que le pregunté cómo era que ese barrio se había reformado tanto en lo que yo vivía entre el DF y NY. Me dijo que todos los chicos que ahora viven ahí son analistas de datos, que es por eso que no hay viejos, que hubo que hacerles espacio a trancazos en la ciudad porque todos estaban acostumbrados a una vida urbana debido a que venían de la zona de San Francisco o de Brooklyn. No sabía que en Washington se desarrollaran aplicaciones digitales, le respondí con una candidez que la ha de haber matado de ternura. No son desarrolladores de apps, me dijo, son espías. La ciudad está llena de sótanos en los que trabajan miles y miles de estos chicos recolectando datos de la gente.
El perfil de mi ángel guardián, si se suma, da por donde uno lo vea una mente paranoica: su sangre indígena —la más vapuleada de las minorías estadounidenses—, su pasado guerrillero, la sensación que la debe haber habitado por años de estar colaborando con el enemigo cuando sentó cabeza en la administración municipal de DC permiten suponer que sus relaciones con el Estados son, cuando menos, hiperbólicas. Su afirmación sobre los mías de espías en los subterráneos de DC me pareció, entonces, exagerada, hasta que leí esta semana las noticias sobre el último paquete de revelaciones de Wikileaks. El gobierno federal estadounidense puede convertir la mayoría de nuestros teléfonos inteligentes en una grabadora, además de tener acceso a todas nuestras cuentas de correo y de mensajes de texto, siempre. Lo más inquietante de todo es que, tras la filtración, la Agencia Central de Inteligencia se limitó a señalar que no hay que preocuparse, que sólo utiliza esos sistemas de espionaje para registrar la vida de los extranjeros y no la de los ciudadanos estadounidenses. Da paz pensarlo: si el canciller mexicano tiene un iPhone, un Galaxy o una tele Samsung en su oficina, cada que llega a negociar el nuevo TLC, ya le tienen preparado el plato.
Creo que todos estamos más o menos conscientes de que, si tenemos un teléfono inteligente, estamos pactando con el diablo. Los sistemas de geolocalización, los servicios incorporados que se pagan con tarjeta de crédito y los mensajes profesionales que intercambiamos día y noche son un menú demasiado apetitoso para que los cuerpos policiacos no se aprovechen de ellos. Pero ese pacto con el diablo era, hasta esta semana, más bien una idea abstracta. Saber, ahora, que cada que me echo en la bolsa mi teléfono celular, me estoy echando a uno de los analistas de datos que gentrificaron el barrio del centro de conversiones de DC es directamente aterrador. Ahorita mismo ese analista me está escuchando teclear por el teléfono, está viéndome por la camarita de mi computadora, está leyendo mi artículo mientras lo escribo y está escuchando, a través de la tele, cómo mi mujer le enseña a jugar ajedrez a nuestra hija.
Hace unos años el poeta y jazzista afroamericano Gill Scott-Heron profetizó que la revolución no iba a ser transmitida por televisión. Tenía razón en señalar que no serían las grandes cadenas quienes anunciarían el adviento del cambio, pero se equivocó rotundamente en lo imprevisible: la revolución sí va a ser transmitida por la tele, pero al cuartel general de la CIA.