Más Información
Acusan a Morena de marcar boletas a favor de Piedra Ibarra en Senado; “se las vamos a ganar”, asegura Adán Augusto
Avanza en lo general reforma contra maltrato animal en San Lázaro; corridas de toros y peleas de perros no fueron consideradas
Ramírez de la O reconoce falta de liquidez en Pemex; promete “verdadera austeridad” con SHCP para resolverla
Diputada de Morena se duerme en sesión de San Lázaro; legisladores discutían reforma sobre protección de animales
Arranca proceso para renovar dirigencia de la FSTSE; fortalecerán estrategia para la defensa de derechos laborales
Vivo en un barrio de Harlem que, por su historia y localización, ha alcanzado un equilibrio casi idílico de integración en los últimos años. Hay una parte de familias negras, que compraron las casonas antiguas después de los disturbios de 68. Forman una clase profesionista muy exitosa de abogados, médicos, productores de música, escritores, directores de cine. No todo el mundo es rico. En las calles aledañas a las de las casonas hay edificios de rentas bajas donde va prosperando una comunidad significativa de migrantes mexicanos y centroamericanos —últimamente se escucha hablar chontal en la calle 144. Esa comunidad convive con una clase trabajadora afroamericana arraigada aquí hace décadas y los remanentes de la primera gran migración hispana al barrio: familias dominicanas y puertorriqueñas que son las dueñas de la mayoría de los pequeños negocios locales. Últimamente parte de esos negocios ha sido comprada por yemeníes, que aunque originalmente venían a atenderlos desde Queens, se van quedando. Y están los blancos, que empezaron a llegar poco después de que nosotros nos mudamos sin convertirse en una mayoría, como ha sucedido en otros barrios de la ciudad. Los menos tienen dinero y familia y compran una de las casas, la mayoría aprovecha las rentas relativamente bajas para la isla de Manhattan en lo que construyen una vida profesional en la ciudad más cara, demandante, culera y competitiva —pero también la más abierta, estimulante, loca y solidaria— del mundo.
Somos menos sofisticados de lo que creemos: aunque las ciudades dejaron de depender de los ciclos agrícolas hace unos 200 años, seguimos viviendo radicalmente atados a los vaivenes del sol y el termómetro. Este barrio, que de junio a octubre es una fiesta que no termina —todos todo el tiempo en la calle comiendo, jugando básquet, cheleando, apostando, fumándose unos gallos gordos como puros de Fidel, echando desmadre sin parar— es, durante los meses fríos del año, una sucursal de la Mercedes Benz: todos calladitos, yendo de la casa al trabajo oficiosamente y bien peinados. Hasta los dealers se vuelven más formales en invierno: “Cómo está, profesor”, me saludan, en lugar de poner el puño para que lo choquemos y burlarse un poco de que me visto como blanco aunque sea mexicano.
Pero la vida no es dura todo el tiempo, ni siquiera en invierno: siempre hay días de quiebre. El ex alcalde Bloomberg era un hombre de negocios, apretado, limonero, conservador, al que se podía ver yendo tempranito en Metro a la oficina —Nueva York es floja, mejor: desvelada. Abría el changarro antes que nadie y ya había leído los periódicos. Bloomberg nunca cerró las escuelas por nieve: como mi abuelo comunista, pensaba que el mal clima forma el carácter. El alcalde De Blasio, en cambio, es un gigantón de izquierdas que casi siempre está de buen humor. Duerme sus horas, está casado con una poeta afroamericana, es melómano, su hijo mayor va de afro. Se parece más a todos nosotros: ante la menor provocación, cierra las escuelas y a dormir hasta las nueve.
Entonces Harlem recupera el sabor que le mata el frío. Para el mediodía de los snow days, todas las colinas del parque de St. Nicholas, que ocupa el mero centro del barrio sinuosísimo de Hamilton Heights, están llenas —llenas en serio— de familias de todas las denominaciones imaginables, rayando las pendientes a trineo. Somos tantos y tan folclóricos que para las cuatro de la tarde, cuando las manadas de blancos empiezan a llegar a Central Park a jugar con su nieve, nosotros ya nos acabamos la nuestra —y ayer tenía 10 o 12 centímetros de altura: tuvo mérito apachurrarla tan rápido. No todo el mundo desciende, por supuesto, en los trineazos que se ven en otros barrios: aquí rompemos los vientos montados en tapas de botes de basura —el clásico local—; los salvadoreños, siempre más audaces, van en cajas de cartón aplanadas y protegidas por una bolsa de basura —se mueven tan rápido y son tan flexibles que se usan para bajar por la zona arbolada de la caída. Es Mocambo con gorro de lana y chamarrón, el bailongo a menos 10, una orgía worldbeat —por supuesto, la gente lleva las bocinas de su iPhone, las usa, recio. ¿Cómo se dice “ái les voy” en chontal? ¿en arábico yemení? ¿en ruso o filipino? Si mi hija y yo nos centráramos y no estuviéramos todo el tiempo bajando de cabeza para agarrar más ímpetu, aprenderíamos muchísimo.
Ayer, el periódico llegó tarde por la nevada, así que no lo leí hasta que volvimos de remontar colinas, tomando chocolate caliente con biscochos —si hace frío, no nos da culpa tomar tanta azúcar que los ojos se nos volteen padentro. Lo leí tras haber pasado dos horas en estado de comunión dionisiaca con la banda del barrio. Qué feo se ha de percibir Estados Unidos desde fuera, con el retrato de mierda que manda la información que emana de la Casa Blanca. No hay que preocuparse mucho. La parte generosa del país resiste, no por la cursilería de las izquierdas que marchan y se azotan, sino porque el daño ya es irremediable. Esa horrenda gringuez, racista y ladrona, que se trepó al gobierno por un error de cálculo de todos los demás, está irremediablemente en extinción. Éstas son sus últimas patadas.
Sigan viniendo. Se va a poner bueno.