El miércoles no vamos a desayunar los estupendos tamales que la señora guerrerense vende en la esquina de la calle 145 y Broadway. Pero para el viernes ya va a haber regresado: va a estar clarísimo que no hay manera de generar un fuerza policiaca federal que encuentre y deporte a once millones de personas que, por definición, no se sabe dónde están –a menos que tengan un juicio de migración pendiente; pero si lo tienen, tampoco son deportables. No hay de donde sacar dinero para financiar a esa policía. Y las alcaldías, generalmente aliadas de los indocumentados porque ahí se sabe que las ciudades simplemente no pueden funcionar sin ellos, ni querrían, ni podrían colaborar. El sábado desayunaríamos tamales.

La obra del muro en la frontera no va a empezar. Trump mandará un agrimensor de Queens y éste notará que el muro ya existe. Preguntará, curioso, quién lo hizo. Le responderán que Clinton. ¿La misma que era secretaria de Estado mientras el presidente Obama deportaba a millones de personas? Su marido. ¿Entonces por qué votamos por Trump? Usa gorrita. Ya.

Ante la inminente disolución del bloque económico más rico y productivo del mundo, los mercados financieros se van a ir al abismo, el dólar se va a ir en picada y el peso, bueno. A lo mejor el euro aguanta, dado que el sistema judicial inglés ya le arruinó la salida fast track de Europa a los Tories, pero la inferencia es complicada y su resultado incierto. ¿Formamos parte del bloque más rico y productivo del mundo?, preguntará el agrimensor de Queens. Sí. ¿Y el presidente Trump lo va a disolver? Sí. Lo de la gorrita, right? Eso mero.

Todas las televisiones de todas las tiendas gringas subirían de precio considerablemente porque se convertirían en mercancía tasada internacionalmente. Lo mismo los coches, el jitomate, los aviones, los aguacates, las lavadoras y los melones. Todo. Y Ford no abriría otra fábrica en Detroit, sino en Viet-Nam. Si la abriera, los votantes de Trump harían fila en la oficina de recursos humanos de la planta, pero a los que contratarían sería a obreros e ingenieros mexicanos: son los que saben manejar, arreglar y adaptar los robots que hacen los coches.

Una tele armada con salarios mínimos de 8 dólares por hora se convertiría en un objeto de lujo, inalcanzable para la economía familiar de un gringo blanco y sin educación universitaria que vive en el interior del país. Cuando los votantes de Trump vean los precios se van a infartar y no van a poder ir al hospital, porque ya no va a haber Obamacare.

En el PRI estarían de fiesta: sacarían a Videgaray del baúl de los espectros —o su casa de Malinalco— y tendrían de candidato para 2018 al único político no-estadounidense de toda la tierra que pensó que era buena idea darle a Trump un baño de legitimidad cuando iba de colero en las elecciones. El único priísta triste sería el secretario Osorio Chong, pero de todos modos nunca tuvo esperanza: hace ya muchos años que el PRI es, en realidad, el partido de los güeros —si pudieran, también deportarían a los mexicanos. Y Peña Nieto se convertiría en el único presidente en la historia de la humanidad que lograría que reeligieran a su partido a pesar de ser el ejecutivo más impopular de que tenga memoria. Todo es único en el PRI.

Para 2019 ya tendríamos en plenas funciones al auténtico eje del mal, integrado por Putin, Trump y Videgaray. Slavoj Zizek ministraría en la educación de los cuadros y Julian Assagne se encargaría de la prensa —liquearía sus propios meils. La guardia pretoriana que los cuidaría a todos la aportaríamos nosotros, dado que terminamos no poniendo para el muro: el Cartel Jalisco Nueva Generación sería el elegido porque ya tiene nombre de boy band. ¿Seguro que no quiere que le hagamos un murazo aunque sea en uno de sus hoteles?, preguntaría diplomáticamente Videgaray.

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