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“¿Has visto las puertas de la oscuridad profunda?… ¿Has entrado a las bodegas de la nieve?” No sé si la potencia literaria del Tanaj —los 24 libros de la tradición judía que la cristiana llama El Antiguo Testamento— venga de un momento y una cultura con lucidez única en la historia de la escritura en la cuenca del Mediterráneo, o si por ser el libro más leído y compartido por la humanidad —es la fuente primigenia de los tres grandes monoteísmos— supone una suerte de manual de uso de un tipo de lenguaje que rompe cosas —conceptual, morfológica, sintácticamente— y las vuelve a pegar en un esfuerzo por hacer que diga más de lo que el habla suele decir en su estado de función biológica.
Me inclino por lo segundo porque siempre he pensado que lo que define la importancia de un libro no es el trabajo del autor, sino el de los lectores y porque no creo en los milagros sino en las oportunidades. El Antiguo Testamento representa, tal vez, el verdadero grado cero de la escritura que un Roland Barthes muy joven le atribuía a El Extranjero, de Albert Camus (no estoy cometiendo sacrilegio: él mismo se desdijo más adelante en su obra). Es el sitio donde la impronta personal de los sucesivos autores y correctores de la obra —el estilo, que en el Tanaj está socializado, dado que fue escrito, intervenido y vuelto a redactar por grupos de personas distintas en generaciones diferentes— encaja con limpieza con la voluntad de enunciar lo que está enunciado. Es el estándar, pues.
Uno de los secretos de la legibilidad del Tanaj está en la claridad con que las distintas voces que lo forman se separan unas de las otras: la de Abraham es la de un viejo inocente y divertido al que se le acerca un hombre que le dice que es Dios y se lo cree; la de Moisés tiene la impaciencia del militar devenido en iluminado y la de Salomón es el vehículo de la prosperidad y la abundancia: es gente con tiempo para sentarse nada más a pensar. Yahvé, el personaje principal del Viejo Testamento —el único que aparece en todos sus libros— habla poco, pero su estilo está clavado y revienta los muros. Cuando Job lamenta su fortuna y demanda de Dios —en términos claramente jurídicos— que respete el pacto de justicia que los junta, un viento le trae la respuesta de Dios, que le sugiere que mejor se calle porque no tiene ni idea de lo que está hablando. Cito otra vez, porque el poder de las imágenes es deslumbrante: “¿Has visto las puertas de la oscuridad profunda?... ¿Has entrado a las bodegas de la nieve?”
Como todos los grandes personajes literarios, el de Yahvé crece a lo largo del Tanaj. Al principio es un niño que hace figuritas de barro en el jardín —este hallazgo es de Harlod Bloom, no mío—, luego un muchacho que va por el mundo platicando con Abraham y Lot. Conforme crece su grey, su poder se engrosa hasta hacerse intolerable para los sentidos: Jacob se cambia el nombre a Israel porque le vio la cara y no murió, a Moisés se le aparece ya sólo como representaciones de si mismo porque lo mataría si se dejara ver. Cuando alcanza a Job tiene que responderle a través de un viento porque ya el puro aliento de su palabras —que Moisés todavía escuchaba directamente— le prendería fuego: “Cuando mi piel haya sido destruida” —dice el viejo— “entonces mi carne verá a Dios.” Como en la primera cita la oscuridad y la nieve dibujaban el arco completo del mundo, en ésta la carne y la vista encierran la entera sensibilidad humana.
Siempre vuelvo a los Libros de la Sabiduría del Viejo Testamento —los libros de Escritura, se llaman hermosamente en el Tanaj— en tiempos difíciles. Nunca había visto unos como estos: éramos una generación con buena suerte. En México —mi sueño, mi felicidad, el lugar que me define— el Estado se ha desvanecido por completo y gobierna quien trae pistola y es más canalla: las fosas, los periodistas asesinados como moscas, las raterías alucinantes, el regreso de la tortura como medio convencional de interacción, el siempre muy preocupante malestar de los militares. En Estados Unidos —mi casa, mi orilla productiva y mi sitio de lectura, la felicidad de mis hijos— la avaricia y la estulticia de un gobierno impuesto por una minoría recalcitrante de suicidas que sí salen a votar ha puesto a temblar los cimientos de lo que creíamos que éramos aquí: todos los días un ladrillo de los cimientos del estado de bienestar, se va al carajo. Por primera vez en la vida no tengo a dónde correr.
“Cuando esperaba la luz” —reclama Job— “vino la oscuridad”. Luego escucha la voz de Yahvé y entiende que su deber es resistir su tacto que abraza —“la mano de Dios me ha tocado”— y la traición de su tribu que, desde que está en desgracia, se comporta con él como una nación de caníbales, “nunca satisfechos de mi carne”. En el equilibrio entre forma y enseñanza, entre poderío verbal y fuente de paz, el libro de Job sigue siendo imbatible. Hay que mantenerse justo a pesar a de la molicie, esperar, pero también demandar que se cumpla ya el ciclo de idiotez que nos devora. Resistir, no acatar, no dejar pasar sin decir nada.