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Dos agentes del Ministerio Público asesinados. Un enfrentamiento entre presuntos delincuentes y elementos de la Gendarmería. Alcaldes amenazados de muerte. Cuatro personas muertas en una balacera en pleno zócalo de una comunidad rural. Otra víctima mortal y doce heridos en un ataque en un campo de béisbol.
¿Michoacán? ¿Tamaulipas? No, todo lo anterior sucedió en los últimos seis meses en Puebla. En una región conocida como el triángulo rojo, al oriente de la capital del estado, e integrada por los municipios de Acajete, Amozoc, Tepeaca, Acatzingo, Los Reyes de Juárez, Quecholac y Palmar de Bravo.
¿Y que hay allí que genere tanta violencia? ¿Narcotráfico? No, ductos de Pemex.
En los últimos cinco años, Puebla se ha convertido en el epicentro del robo de combustible. Entre 2011 y 2015, el número de tomas clandestinas en el estado creció 915%, según cifras de Pemex. En 2015, se detectaron 815 puntos de ordeña, más del doble que el año anterior. Y el crecimiento no para: en el primer semestre de 2016, se localizaron 601 tomas de clandestinas, casi la tercera parte del total nacional.
Los montos extraídos no son menores. De acuerdo con una fuente en Pemex, la desviación de petrolíferos en el poliducto que une a Minatitlán con la Ciudad de México (y que atraviesa territorio poblano) fue de 800,000 barriles en el último trimestre de 2015. Eso equivale a 128 millones de litros de gasolina. Vendida a cinco pesos por litro, a veces en gasolinerías clandestinas y a veces en estaciones de servicio formales, eso significa un negocio ilícito de 7 millones de pesos cada día.
Tradicionalmente, el robo de petrolíferos operaba a dos niveles. Por una parte, había una ordeña industrial, con pipas y equipo sofisticado, controlado por bandas altamente organizadas. Por la otra, había una ordeña más artesanal, llevada a cabo por grupos de personas conocidas como huachicoleros (de huachicol o guachicol, un término inicialmente referido al diésel adulterado) que sacaban el producto con tambos, bidones o cualquier cosa que pueda contener gasolina.
Esa distinción se ha ido borrando. Las bandas de huachicoleros han incrementado sus capacidades en los últimos años. Cuentan con halcones que alertan del arribo de operativos. Tienen grupos de seguridad que portan armas largas. Disponen además de respaldo social en las comunidades donde operan: en ya dos ocasiones en el último año, pobladores del triángulo rojo estuvieron a punto de linchar a elementos del Ejército.
Con la industria del huachicol, han llegado otros delitos. Se han multiplicado los casos de secuestro y extorsión en la zona. En un periodo de dos meses, fueron robadas 50 pipas. Los levantones a la manera narca se han vuelto eventos comunes.
Y eso sin contar los delitos contra el medio ambiente y la seguridad de la población: en agosto, una toma clandestina en Quecholac ardió durante cuarenta horas. Casi dos meses después, el área sigue inundada de gasolina.
Todo lo anterior sucede con la complicidad de autoridades de todos los niveles. Recientemente, fueron detenidos ocho policías municipales de Amozoc por dar protección a bandas de huachicoleros. En 2015, el mismísimo director de la policía estatal fue detenido en flagrancia por el Ejército mientras proveía seguridad a chupaductos en una toma clandestina. Y, por supuesto, el negocio sería imposible sin una dosis de connivencia dentro de Pemex.
El huachicoleo ha convertido a una amplia franja de Puebla en un territorio sin ley. A media hora de la capital estatal y a dos horas de la Ciudad de México. En un estado cuyo gobernador quiere ser Presidente de la República.
Puebla se está jodiendo. O ya se jodió.
alejandrohope@outlook.com.
@ahope71