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En 1990 me enviaron al Kurdistán para realizar la cobertura del éxodo de miles de kurdos que salían de Kirkuk y Mosul hacia todos lados y a ninguna parte. Decenas de miles de familias dejaron sus ciudades pobladas que se convirtieron en fantasmas por las que sólo deambulaban espíritus resentidos de guerras ancestrales. Cuatro años antes, Saddam Husein pulverizó con gas mostaza los pulmones y el alma, los alvéolos y el espíritu, de los kurdos.
Miles de desdichados se marchaban con mantas y colchones en la cabeza, con las manos entrelazadas a sus hijos, con el alma en un puño. Se fueron desnudos, ligeros de equipaje entre la nieve y la espesura de las noches frías del Kurdistán. Y en esa tragedia se les morían sus hijos como chinches por el frío y la inanición. Y les enterraban en la nieve, y seguían, y seguían y seguían caminando, no sabían adonde; a un infinito tan lejano como cercano. Y allí, en la frontera con Irán y Turquía, se quedaron años, olvidados del mundo salvo de unos pocos periodistas que fuimos para denunciarlo. Alguien tenía que hacerlo.
Pasaron los años y pasó lo mismo con Ruanda. Primero los tutsis. Luego los hutus. Pero la conclusión fueron decenas de miles de muertos a hachazo limpio y otros tantos miles de desplazados que se perdían en el espesor de la jungla, allí, al lado del Nyiragongo, aquel volcán que escupía fuego justo —gracias a las deidades— del otro lado del campo de los refugiados donde se alimentaban de tierra, insectos y algo de maíz cuando llegaba alguna ONG perdida de la mano de Dios.
Pasaron los años y aquellas experiencias de vida las reviví en Afganistán, en Mazar-e-Sharif. Esa mañana, donde el frío era casi caliente, llegamos a un campo de refugiados. El termómetro del coche marcaba menos 17 grados. Las tiendas de campaña se improvisaban con unos palos que soportaban unos plásticos. Por esos plásticos se veían hacinadas familias enteras. Parecían gusanos de seda apelotonados, a punto de convertirse en crisálidas.
Entonces una madre, con la traición de lo que supone llevar el burka, le entregó a mi hermano Jorgue Pliego —ese ángel que desde el cielo nos apunta con el lente de su cámara— a su bebé. La madre insistía rogándole a Jorge que se lo llevara porque con él estaría mejor que con ella.
Han pasado muchos años. Jorge nos dejó y muchos de los desplazados se murieron entre la indiferencia de la comunidad internacional.
Pensaba que habíamos aprendido la lección, pero no, el sistema es el sistema; el Estado del Bienestar es el Estado del Bienestar y la comodidad y el egoísmo se acentúan conforme vamos entrando en el siglo veintiuno.
En la frontera de Grecia con Macedonia, miles de desdichados con sus padres, sus abuelos, sus hijos, sus mujeres, imploran que les dejen pasar para llegar a Europa. Lo mismo ocurre en Hungría, donde los refugiados viven en guetos. En Calais, Francia, los han expulsado como a perros. Me estoy refiriendo a los refugiados sirios; personas que como usted o como yo, amigo lector, son pediatras, arquitectos y periodistas y abogados y también jardineros y albañiles y cualquier profesión u oficio completamente digno. Es gente en definitiva, que huye de la guerra atroz de Siria para caer en una ratonera que es Europa sin que tengan nada más que lo puesto.
Ahí están, en todos lados y en ninguna parte. Hacinados, muertos de frío y hambre, deambulando como muertos vivientes porque aquí, en Europa, no les dejamos estar, más allá de las palabras eufónicas y de las frases rimbombantes de los políticos que no ayudan en absoluto.
Se han convertido sin querer en apestosos apátridas que nos hemos encargado que sobren en la sociedad. Somos los elitistas, el selecto club donde no entra cualquiera.
Me avergüenzo, pensaba que después de cubrir tantos éxodos como periodista, llegaría un momento donde habríamos aprendido; pero me di cuenta de que no. Seguimos siendo tan involucionados como el primer día. Eso sí, mientras nos regocijamos en nuestra propia involución, dejamos a la mano de Dios a los refugiados sirios. Eso sí, entre las clásicas promesas incumplidas de los políticos.
alberto.pelaezmontejos@gmail.com
Twitter: @pelaez_alberto