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Casa Peláez siempre fue muy afecta a los animales. De pequeños, en aquellos prolegómenos maravillosos setentas, tuvimos una palangana a modo de acuario donde había peces de un solo color. Tal vez porque esa ominosa España se quedaba en el cerebro del niño como unos peces grises igual que la televisión en blanco y negro.
Tuvimos canarios y varios hámsteres. Pero de todos los roedores, el “Vedrines” fue el más aventajado. El “Vedrines” se escapaba por las noches en aquel apartamento de escasos 100 metros cuadrados y aparecía tres días más tarde en cualquier rincón de la casa como el marido disoluto, desenfadado y trasnochador.
Hubo patos —claro pequeños— y tortugas. Sin embargo, lo que más tuvimos o, mejor dicho, a los que más quisimos fueron a los perros: Yorik y Cancún. Este último era un Braco de Auvernia que parecía un dandi displicente más que un perro de caza. Caminaba como si estuviera en trance, levitando, casi sin querer, enseñándonos la raza y la sabiduría de aquel perro que se reía como un hombre.
Cuando me casé seguí con la afición por los animales. Llegaron Maya —un poco arrabalera y mandona— y Azteca, un Golden que nunca rompió un plato hasta que lo hizo.
Entonces llegó José Luis, un conejo blanco como el algodón que se ganó mi admiración una vez que nos fuimos de veraneo a México durante todo un mes y sobrevivió en el jardín de casa a pesar de las aves rapaces que merodeaban por la zona, ya que vivimos fuera de la capital.
Le llamamos José Luis porque me recordaba al antiguo presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero. Y es que todo lo que tocaba lo rompía. Con tranquilidad parsimoniosa destrozó el césped y el riego y las luces. En fin, que se ganó el nombre a pulso.
Todo esto lo escribo porque tengo un amigo que quiere regalarme nada más y nada menos que un mastín. No sé si es que me han visto cara de benefactor o es que en casa, mis hijos y mi mujer tienen la capacidad de la persuasión gracias a la infinita persistencia.
Estoy en una auténtica diatriba mi querido lector ¿Usted qué haría? Se lo digo porque a partir de la persistencia adolescente y de la tozudez femenina, al final me va a tocar a mí pasear el mastín como me pasa con Maya y Azteca.
En casa lo estamos sometiendo a consenso y todos han hecho la promesa solemne de ocuparse del mastín. Claro, también lo hicieron con Maya y Azteca. Tengo que meditarlo muy a fondo porque veo que el “regalito” me lo voy a comer yo.
¿Y el nombre? ¿Cómo le llamaremos? Si atendemos al amor a México, cualquier referencia al amor o a la adoración por ese bendito país tendría cabida en la próxima mascota.
Pudiera ser un nombre en maya o en náhuatl. Pero ¿Y si sale malo como el conejo José Luis que me destrozó el jardín? Entonces, a lo mejor, le llamo Pablo como el líder de Podemos, Pablo Iglesias, que como dijo él había que asaltar el poder con la iluminación de la ideología de Hugo Chavez. Tal vez le llame Pedro, como el líder del Partido Socialista que es capaz de vender lo invendible con tal de llegar a la Moncloa.
Ya veremos. Primero hay que someterlo a una votación final en la familia. Si fuere que sí, es decir, que el mastín se quede en casa, entonces ya veremos cómo le llamamos. Habrá que ver cómo derrota, como los toros y, a partir de ahí, le bautizaremos. Se enterará del nombre, amigo lector, se enterará.
alberto.pelaezmontejos@gmail.com
Twitter: @pelaez_alberto