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Tomo un taxi. Le pido al conductor que me lleve al AVE. Voy a Barcelona a una cobertura periodística. El taxista es rechoncho y pelón. Me recuerda a uno de los personajes de Los Simpson.
Parece un tipo afable. Y en su locuacidad me interroga. Le cuento que soy periodista y que llevo muchos años en la profesión de la curiosidad.
Como su intensidad en el interrogatorio se convierte en algo casi denso termina preguntándome que dónde trabajo.
—Trabajo para México—.
En ese momento me mira por el retrovisor con ojos de sorpresa.
—¿Para México? ¿Y va usted mucho por allí?—
—Sí, con frecuencia—.
—Pero ¡Usted está loco! Allí te matan cuando menos te los esperas—.
El conductor me da en la diana que nunca quiero que me toquen. Es más, llegamos a la estación de Atocha y le digo que no pare el taxímetro. No me importa pagar más si logro explicarle mi percepción.
Entonces le cuento que México tiene unas dimensiones de seis veces España con cerca de 120 millones de habitantes.
—Claro que hay focos de violencia, pero decir que México es peligroso es como asegurar que España lo era cuando actuaba el terrorismo vasco de ETA—.
Es más, le cuento que todos los veranos voy a vacacionar con mi familia; que hay que ver las cosas de manera natural y vivir la vida despojándose de miedos que sólo conducen a arredrar el espíritu.
En el AVE voy viendo pasar un paisaje tan rápido como los pensamientos que me asaltan tras la conversación con el taxista rechoncho y locuaz.
Llego a Barcelona. Está preciosa, hace un día formidable. Tomo un taxi y le indico el destino. El taxista tiene barba de varios días y un marcado acento catalán. Al ver que vamos con una cámara me pregunta si somos periodistas.
—Sí, de México—.
Entonces la película vuelve al principio, como la cinta de la marmota.
—Pero ¡si es muy peligroso! Ahí te matan en cuanto sales del avión—.
Y otra vez tengo que sacar mis dotes didácticas para explicar lo mismo. No se puede negar lo evidente. Hay ciertos lugares que no son recomendables. Pero no se puede magnificar ni, mucho menos generalizar. Porque como dijo Edmund Burke, la generalización sólo consigue crear injusticia.
Pero lo que más me sorprende es que ambos taxistas me cuentan que son los turistas mexicanos los que les hablan de los peligros de México y; amigo lector, eso no puede ser y lo digo con todo respeto.
Debemos ser generosos y agradecidos con México, nuestro país. Para ello es necesario buscar la objetividad y el patriotismo.
Debemos ser objetivos. Es cierto que hay puntos sensibles, peligrosos. Pero es falso que todo México lo sea. Ni mucho menos.
Debemos ser patriotas. Nuestro deber es hablar bien de México porque es un gran país y, porque ganan, por mucho, las bondades que los defectos.
Nadie habla de la gastronomía, de la cultura prehispánica y de los vestigios que España dejó para que se fusionaran en un abrazo de hermanos; y tampoco hablan de la intelectualidad y la bohemia de Frida y Rivera y Siqueiros; y tampoco de los niños de Morelia y de la inmigración forzosa española en la guerra que tan bien le vino a México; y tampoco del extraordinario litoral ni del paisaje frondoso de Chiapas o del desierto de Sonora; ni tampoco de que los garbanzos que se comen los españoles son originarios de Sinaloa; ni de los mariachis ni el mezcal, ni tampoco de la otra inmigración, ésa de los mexicanos en España que, por ejemplo tan sólo, en Madrid y Barcelona han dejado su firma en 190 restaurantes de comida de nuestro país.
Ese es el discurso que deberíamos llevar y no sólo hablar de lo negativo; porque a eso, a eso no me resigno.
alberto.pelaezmontejos@gmail.com
Twitter: @pelaez_alberto