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La regulación prohibicionista de la marihuana y, en general, de las drogas distintas al tabaco y el alcohol que se instauró a principios del siglo XX y que se intensificó a partir de la década de los sesenta con el consenso internacional conocido como “guerra contra las drogas”, se ha razonado y justificado en la necesidad de reducir su consumo. La aproximación penal se ha sostenido en la premisa de que las drogas dañan la salud de quienes las consumen, provocan adicción y, además, de que su uso implica altos costos sociales. Bajo la comprensión generalizada durante el último siglo, las drogas están asociadas a un modo de vida especialmente pernicioso y disruptivo. Se les atribuye una incidencia directamente causal en la comisión de delitos, ya sea por los trastornos conductuales que su uso genera o por la necesidad que enfrentan los adictos, sobre todo los de menos recursos, de proveerse drogas. Así, la regulación prohibicionista ha sido una ecuación de dos variables: penas de privación prolongada de la libertad como respuesta pública al consumo privado y contención de la oferta a través de la persecución penal de la producción, tráfico y comercio de drogas. Amenaza de castigo severo para desincentivar su uso; obstrucción a la disponibilidad para encarecer el acceso al mercado de drogas y, por tanto, para aumentar su precio.
La experiencia sugiere que el consumo no se ha reducido sino que, por el contrario, el número de personas que consumen, la frecuencia en su uso y la oferta de algún tipo de drogas tiene una clara tendencia al alza. Lo único que se ha reducido es la edad del primer contacto, así como los costos y la calidad de cada suministro. La demanda de drogas se revela poco sensible al aumento de costos o de riesgo. El mercado ha evadido, mediante corrupción y violencia, las limitaciones impuestas por el Estado a la producción y a los intercambios. Por tanto, parece claro que la regulación prohibicionista ha fracasado en su principal objetivo. Pero, también, que este enfoque criminal ha consolidado una poderosa economía subterránea, es decir, un imponente mercado negro que multiplica los costos sociales del consumo de drogas: más adictos, más personas en prisión, mayor violencia e inseguridad como efecto colateral de los grados de coacción aplicados a la cadena productiva y de comercio de los estupefacientes.
El consenso punitivo se ha desquebrajado. El surgimiento de evidencia que sugiere que ciertas drogas, específicamente los derivados canábicos, son igual o menos dañinos que otras drogas lícitas, ha alentado transiciones legales hacia ciertas formas de permisión del consumo, desde el uso con fines terapéuticos o medicinales hasta distintas modalidades de regulación al consumo con propósitos recreativos (clubes, autoproducción, compra controlada). El colapso en los sistemas de justicia y en particular la crisis penitenciaria que ha provocado el castigo penal al consumo, especialmente en Estados Unidos y sus 2.3 millones de personas en prisión (25% de la población mundial en reclusión), ha obligado, por racionalidad de costos, a ensayar alternativas de control sobre la cuestión de las drogas, como los tribunales de tratamiento de adicciones o la despenalización de dosis para consumo personal. El consenso ha abandonado la lógica punitiva y se mueve gradualmente hacia un enfoque de salud. El consumo como un problema que no amerita ni justifica el reproche penal del Estado.
En esas coordenadas se debe situar la discusión sobre la política deseable y socialmente útil para atender el hecho del consumo: la política de prohibición absoluta no es razonable a la luz de los derechos individuales y de los objetivos colectivos. Es cierto que la evidencia científica no conduce aún a definiciones concluyentes sobre los efectos del consumo en la salud o en la seguridad y que los laboratorios sociales en los que se ensayan opciones regulatorias no han probado las hipótesis que sugirieron el cambio de modelo de control público. Pero es igualmente cierto que el enfoque actual no está funcionando y que otras alternativas pueden mitigar o disminuir los daños, riesgos y costos asociados a las drogas.
El reto es, justamente, encontrar esa alternativa virtuosa, que no se reduce, por cierto, a la legalización absoluta e indiscriminada de la marihuana o de otras drogas. El dilema no está en pasar de la prohibición total a la permisión radical. Tan dañina es una como la otra. El centro de la discusión es el equilibrio ponderado entre libertad y responsabilidad personales y los derechos individuales y colectivos de terceros. Mercados lícitos de drogas escasamente invasivas, como la marihuana, despenalización de hábitos, formas y espacios de consumo, tratamiento terapéutico y en libertad de las adicciones son algunos puntos sensatos de partida. Y no para poner fin al crimen organizado o al fenómeno criminal del narcotráfico, sino para alcanzar un objetivo mucho más modesto: atemperar las externalidades del mercado negro que la guerra contra las drogas ha creado.
Presidente de la Mesa Directiva del Senado (PAN)