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El populismo nunca se va acabar ni en América Latina ni en el mundo. El populismo es de derecha y de izquierda, de los políticos ambientalistas y de quienes niegan el cambio climático, de los proteccionistas y de quienes promueven la apertura económica. Se encuentra entre los políticos más religiosos y entre líderes laicos.
Mientras haya gente que quiera oír promesas que les hagan sentir bien, habrá políticos que les dirán lo que quieren oír, aun a sabiendas de que lo que están prometiendo no lo van a poder cumplir. O que, en caso de cumplirlo, harán más daño que bien.
En un mundo de cambios tan acelerados, de nuevas amenazas difíciles de entender, y lleno de incertidumbres, quienes prometen seguridad y certezas, dan garantías y alivian ansiedades, atraen seguidores. Es una fórmula probada y que funciona. Juan Domingo Perón y Hugo Chávez son buenos ejemplos de esto en América Latina. Pero nuestra región no tiene la exclusividad del populismo. Donald Trump nos ofrece a diario una buena dosis de promesas incumplibles que, no obstante, han seducido a millones de personas en una de las democracias más maduras del mundo.
El problema con el populismo que existió en América Latina en la primera década y media del siglo XXI es que fue amplificado por la bonanza económica que vivió la región.
Populismo hubo siempre, pero el populismo con tanto dinero y tanta concentración de poder ha sido menos frecuente. Ahora, en América Latina la bonanza se acabó y, con su final, también se terminó la posibilidad de financiar el hiperpopulismo que se vivió en Venezuela o Argentina y, con menores excesos, en el resto de la región.
No hay duda de que los resultados de las elecciones presidenciales en Argentina, las legislativas en Venezuela, la derrota del referéndum a través del cual Evo Morales buscó continuar en la presidencia de Bolivia, así como la caída en el apoyo popular a Rafael Correa se deben a la fatiga de los votantes con regímenes que los han gobernado por más de una década.
Pero si estos regímenes ahora debilitados por la impopularidad hubiesen seguido contando con los enormes recursos económicos de los que dispusieron durante la bonanza y así seguir financiando sus iniciativas populistas, algunos de ellos quizás hubieran podido seguir ganando elecciones. O impedir que su tiempo al frente del país fuese truncado por las protestas populares.
Hay más. La mala situación económica también disminuyó la tolerancia de la población hacia la corrupción. La separación de la presidencia de Guatemala por vías institucionales de Otto Pérez Molina, las masivas protestas populares pidiendo la renuncia de Dilma Rousseff y los escándalos de corrupción que acosan a Lula da Silva y a los presidentes de México y Chile, son también señales de que la impunidad de los corruptos es menos tolerada en América Latina.
Es importante entender que una amenaza mayor que el populismo es la reelección presidencial. Si un gobierno es inepto, indecente o insensible a los clamores de la gente, en las siguientes elecciones los votantes lo reemplazarán. Pero un mal presidente que se las arregla para perpetuarse en el poder, perpetúa el mal gobierno. Esta regla sagrada de la democracia, la alternancia, ha sido violada en América Latina. Los presidentes que llegan al poder por los votos pero rápidamente se las arreglan para trampear normas, controlar el tribunal electoral, comprar legisladores, jueces y magistrados, o usar desvergonzada y masivamente fondos públicos para su reelección se han convertido en un fenómeno frecuente en América Latina.
Un truco común es el de promover cambios en la Constitución del país. Suele presentarse como una iniciativa para luchar contra la corrupción y la exclusión social, modernizar el Estado y otros objetivos loables. Pero el verdadero objetivo de tales iniciativas ha sido el de concentrar poder en la presidencia, alargar el periodo presidencial y —este es el premio gordo— permitir la reelección del presidente que ya está en el cargo.
América Latina ha entrado en una etapa en la cual los gobiernos ya no tendrán tanto dinero como antes para gastar en programas populistas. Ojalá también entre en una etapa en la cual ningún presidente pueda ser reelecto. Lo ideal sería tener un periodo presidencial de 6 años, sin reelección. Esto puede tener costos, pero serán siempre menores que los costos de tener presidentes que, en vez de gobernar para construir un mejor país, gobiernan para prolongar su estadía en el palacio presidencial después de vencido su periodo constitucional. Presidentes de América Latina: Un periodo y después fuera del gobierno. Para siempre.
Miembro distinguido del Carnegie Endowment y autor de El Fin del Poder. Su próximo libro, Repensando el Mundo será publicado en abril.
Twitter @moisesnaim