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Texto: Xochiketzalli Rosas
Fotos actuales: Xochitl Salazar y Mario Caballero
Diseño web: Miguel Ángel Garnica
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Tras varios regaños por andar de “vago”, su padre le consiguió su primer trabajo en Ferrocarriles Nacionales. Así se inició como garrotero de patio: era el encargado de formar en las estaciones los trenes de carga o con pasajeros que salían de viaje al interior del país a estados como Veracruz o San Luis Potosí. José Luis recibía las enormes máquinas en el patio de la estación donde laboraba, la del Valle en el Estado de México, después los pesaba y daba la indicación para que se movieran a las diferentes vías de salida.
Siendo un chamaco se enfrentó al trabajo arduo y a los peligros que este oficio implicaba. Por eso, su primer accidente lo recuerda muy bien: “Un día estaba volanteando un carro, iban a dar las siete de la mañana, ya casi era mi salida, y no nos dimos cuenta (su compañero de 18 años de edad y él) de que aquel tren llevaba un peldaño suelto. De pronto solo vi como la máquina BP12 con esa pieza agarró a mi compañero del muslo y lo arrastró. Le arrancó la pierna”, relata el hombre de 63 años de edad en entrevista con EL UNIVERSAL, mientras que sus palabras se pierden con el sonido producido por el tren de carga que pasa en la vía que se encuentra en la parte trasera de su casa en Tlalnepantla, Estado de México.
—¿Ese tren a dónde va, por qué pasa por aquí? —le pregunto a José Luis, cuando el chiflido del silbato es un susurro.
—Es una escapera, así les dicen porque es chica. ¿Si notó que pasó muy rápido? No llevaba muchos carros. Yo creo va del Valle a Xalostoc a dejar ese flete —me responde y continúa su relato.
Tristemente, dice José Luis, no pudo hacer nada por su compañero; la larga distancia a la que él se encontraba y el miedo lo paralizaron. El susto lo hizo dejar el trabajo con apenas 15 días en el puesto, creía que lo culparían del accidente, pero después de que su padre le explicó que “esos sucesos siempre ocurrían”, regresó pero ahora como reparador de vía, donde aprendió todo lo relacionado con el cambio de rieles y durmientes. Su primer sueldo fue de 400 pesos por siete días de trabajo.
“Todos se iniciaban de extras. A cubrir los faltantes”, dice José Luis para enfatizar que en los más de 30 años que estuvo como ferrocarrilero nunca aspiró a una plaza fija, le gustaba aprender y moverse; por eso, cuando se enfrentó al trabajo pesado y la actitud estricta de su padre decidió cambiarse de área. Al revisar las cláusulas de su contrato descubrió que la 116 era la que podía usar para cambiar de especialidad.
Inició un proceso de múltiples cambios en poco tiempo: motorista (donde operaba el motor que se usaba para arreglar la vía), auditor de trenes (era el que picaba los boletos y cobraba arriba del tren), monito en los talleres (se encargaba de limpiar los motores de los trenes). En una semana podía moverse en los diferentes puestos. Fue así como adquirió todo el conocimiento necesario para conocer desde las entrañas toda la maquinaria de la industria ferrocarrilera.
Así, de un puesto a otro entró al departamento de trenes en el taller mecánico, donde aprendió a revisar las locomotoras en todos sus herrajes y a abastecerlas de agua, arena y combustible. Dentro de ese nuevo puesto de similar b, como era llamado, también fue llamador (le encomendaban ir a buscar a sus hogares al personal de reemplazo de la tripulación que salía en los viajes del tren; tarea para la cual se compró una bicicleta y en una libreta registró los nombres y direcciones de todo el personal) y también fue fogonero de fijas (encargado de cuidar los generadores de vapor).
Para entonces ya tenía 17 años, y entre el trabajo y la escuela terminó la primaria, la secundaria y preparatoria.
El amor que surgió por las vías del tren
José Luis pronto logró acceder a puestos mejores como el de velador de máquinas en San Juan del Río y el de ayudante de proveedor en Palma Escobedo, cerca de Celaya. Comenzó a conocer el país y a adquirir más experiencia. Y también ocurrió lo inevitable: se empezó a interesar en las mujeres.
—¿Que tan cierto es que los ferrocarrileros tenían mujeres por todos lados donde viajaban?
—¡Uh, señorita! Algo hay de eso. Tenía un amigo que tenía cinco mujeres, una en cada pueblo al que llegó con su maquinita (refiriéndose a la locomotora) —responde entre risas.
José Luis tenía 20 años cuando le llegó el amor. Fue en un paseo de cacería que realizó con su amigo Juan a Dolores Hidalgo, Guanajuato, y quien también lo invitó a casa de sus papás en el mismo estado. Y ahí la conoció. Se enamoró de la hermana de su amigo: Josefina Rojas. “Cuando la vi por vez primera dije: ‘ésta es mía’”.
En la segunda visita empezaron a hacerse amigos. Así, en sus descansos (que eran cuatro días cada mes) iba a visitarla desde San Juan del Río, donde era velador en una estación. Yno demoró en lanzarle la propuesta: “¿Quieres ser mi novia?”. Ella le dijo que sí, pero que tenía que hablar con su papá. José Luis se quedó sorprendido porque él sólo quería que fueran novios, que pudieran salir. “¿Para qué quería el permiso del papá?”, decía. Pero accedió y habló con el padre de Josefina. Y aunque recibió un no, también obtuvo una esperanza: “Tráigame a su papá para que puedan ser novios”.
Entonces, para estar más cerca de su amada, solicitó un nuevo cambio y se fue a Escobedo, cerca de Celaya, como ayudante de proveedor. Y comenzó así con la labor de convencimiento de su padre: viajó, en uno de sus descansos, a la Ciudad de México para pedirles que fueran a hablar con el papá de Josefina.
Su papá no quiso ir y envió a su mamá. A José Luis sólo le daba tiempo de ir a dejar a su mamá hasta Guanajuato y regresar de inmediato al trabajo, así que tuvo que esperar un mes, hasta su siguiente descanso, para saber qué había pasado. Su madre le contó que el papá de Josefina se rehusó a hablar con ella, “porque con mujeres no se entendía”, le dijo; así que si no iba el varón, no daba el permiso del noviazgo. “¡Nada más es para ser novios!”, decía José Luis acongojado. Pero volvió a insistir con su papá, quien fue muy claro: “Yo si voy, voy por la muchacha, eh”. José Luis lo dejó al destino. Esta vez sí fue su papá a Guanajuato. Y de nuevo hasta el siguiente descanso supo lo que había pasado.
—¿No se podía comunicar por carta o teléfono?
—Entre que llegaba la carta a mis padres y ellos la respondían hubiera tardado más de lo que yo hubiera salido de nuevo de descanso, y aunque sí teníamos teléfono en casa, no lo usábamos porque apenas empezaba.
Los trayectos en tren eran de días; por eso, pasó así un año. José Luis llegó a los 21 sin ser todavía novio de Josefina, pero cuando llegó de nuevo a la Ciudad de México para saber qué había ocurrido recibió una sorpresa: Josefina ya estaba en casa de su hermano Juan (su amigo, compañero de trabajo y vecino), pues el papá de José Luis cumplió la advertencia: “Vengo por la muchacha”, le dijo al padre de Josefina y éste de inmediato hizo que su hija empacara para que se fuera con el que se convertiría en su suegro.
A José Luis ya no le quedó alternativa. Pidió permiso en el trabajo (después renunció a su puesto en la estación de Escobedo) y sin siquiera haberla besado por vez primera, empezó a organizar la boda. Ya ahora después de 41 años de matrimonio, sigue viviendo por temporadas en Irapuato y el Estado de México. El tren determinaba de nuevo su vida.
Al poco tiempo de la boda, después de ser ayudante de maquinista, meses de entrenamiento y prácticas en las que le tocó transportar siete y ocho mil toneladas de maíz en un tren de 90 carros, con un sueldo de alrededor de 2 mil pesos y un horario de la una a las nueve de la mañana con un descanso a la semana, de pronto ya salía a los estados arriba de un tren. Se convirtió en maquinista de camino.
Su primer viaje lo realizó al Valle de Beristaín en un tren de carga con 3 mil toneladas de cemento y varilla. El viaje duró alrededor de 18 horas en un recorrido de 300 kilómetros. En ese tiempo le tocó manejar trenes de carga y de pasajeros. La velocidad que podía alcanzar un tren dependía del horario y del trayecto (subidas o bajadas, curvas). Por ejemplo, de Palmillas a San Juan del Río, diceJosé Luis, que es una zona donde hay muchas curvas, la velocidad era de 60 kilómetros por hora o menos porque los trenes bajan hasta incendiándose por el frenado.
—¿Qué sentía cuando conducía el tren?
—Por la responsabilidad que implicaba sentía nervios y emoción. El arte de ser maquinista es la experiencia. A mí me ayudó todo mi recorrido por las diferentes actividades del tren, desde lo más elemental.
Los vagones, su hogar
Los valiosos servicios que prestaron los ferrocarriles a la sociedad mexicana fueron posibles gracias a la forma en que estaban distribuidas las personas que ahí laboraban, principalmente los encargados de la construcción y mantenimiento de las vías, así como del mantenimiento de las locomotoras y los carros del tren.
La principal organización era en cuadrillas tales como la divisional, que se integraba con un mayordomo y un promedio de 20 reparadores de vía. La sistemal constaba de un mayordomo y alrededor de 24 reparadores de vía. En la primera realizaban trabajos de mantenimiento y reparación de la vía en una cantidad mayor de kilómetros; en la segunda los trabajadores no tenía residencia, podían ser transferidos a cualquier parte del territorio nacional y su labor consistía en cambio general de durmientes y rieles por uno de mayor calibre, o construcción de nuevas vías.
Por eso, a los trabajadores divisionales y sistemales, la empresa les asignaba medio carro campamento, en furgones que eran habitados como viviendas. En ambos casos, las viviendas eran precarias, pero de alguna forma aliviaban la situación económica del obrero, al liberarlo del pago de la renta. La empresa salía beneficiada al tener a estos trabajadores siempre disponibles, por ejemplo, en el caso de un accidente.
Uno de los campamentos más importantes fue el de los talleres de Nonoalco, en Tlatelolco, donde fueron concentradas las máquinas y todo el material rodante para su reparación al triunfo de la Revolución.
En uno de esos vagones-viviendas de los patios de Nonoalco, precisamente vivió apenas unos meses José Luis, pues su padre conoció ahí a su mamá y cuando se casaron vivieron un tiempo ahí y ya cuando él tenía unos meses de nacido su papá aplicó parte de sus derechos y compró un terrenito en el Estado de México donde construyó su casa.
Quien sí vivió gran parte de su vida en los patios de Nonoalco, teniendo como casa uno de los vagones, fue Amelia, quien trabaja en el Museo del Ferrocarrilero. Esta mujer de más de 50 de años de edad creció entre trenes, rodeada de otras familias que compartían otros furgones. Lo que para ella era su área de juegos, para su padre era el del trabajo.
“Eran los años 50. Mi papá era reparador de vía, por eso vivíamos en uno de los vagones”, relata con orgullo y felicidad Amelia, mientras recorremos la exposición.
Aquellas viviendas eran adaptadas para lucir lo más cercano posible a un hogar. Eran habilitadas por completo y la mayoría de las veces eran decoradas con floridas macetas en su exterior. Y cuando estos carros-campamento tenían que cambiar de sitio, junto con toda la comunidad, eran unidos a una locomotora para formar un gran tren que los llevara al nuevo destino donde se instalarían.
A Amelia le tocó que movieran de ubicación este campamento. Recuerda que fue una experiencia bonita vivir ahí, porque todos eran una gran familia, y aunque era un lugar modesto y sin lujos todos se conocían y, cuando era niña jugar entre los rieles era de lo más divertido. Crecer en este lugar le permitió presenciar algunas de las transformaciones de los trenes, los procesos de mantenimiento y las grandes maniobras para acomodarlos en las vías correspondientes. “Echarlos en reversa era toda una hazaña, se veía fácil, pero creo que no lo era”, dice.
“También usaba el tren para ir a visitar a la familia. Eran trayectos largos, de muchas horas, pero también era muy bonito poder ver todos los paisajes. Era algo muy lindo”.
Así que sólo abandonó este hogar hasta que se casó, pocos años después los campamentos desaparecieron y junto con la magnificencia de los trenes como principal medio de transporte.
La estación más antigua vuelta museo
Ya no se escucha el silbato ni la marcha de los dos trenes estacionados de manera permanente en el patio de la estación de ferrocarriles de la Villa (una de las primeras líneas férreas). Estas máquinas ya no corren por los rieles, porque estos han dejado de existir y ahora solo hay cemento. Sin embargo, estas dos enormes máquinas (más un furgón donado por Pemex) custodian las puertas del edificio de la antigua estación que fue inaugurada por Porfirio Díaz en 1907 y que desde 2006 alberga el Museo de los Ferrocarrileros.
La estación la Villa dejó de funcionar en 1996. El último jefe de estación fue Gilberto Lemus Tapia, quien llegó 1964 y estuvo hasta 1990, poco antes de que cerrara. En este lugar se transportaban pasajeros, como podemos ver en nuestra imagen comparativa, y también se recibía forraje y madera.
Así, el destino de este lugar, luego de que quitaran las vías, dependió de muchas personas. Primero, se le entregó a la delegación Gustavo A. Madero, narra Salvador Zarco, encargado del museo, para que se construyera un centro comercial recreativo que incluyera un museo, pero no se hizo tal construcción, sino que abandonaron el inmueble. Luego, se la dieron a un transportista, continúa Zarco.
“Los vecinos protestamos (Zarco vive en una colonia cercana al sitio en el que se encuentra el museo); por eso, lo echaron fuera, pero después se lo dieron a la policía auxiliar y a un jefe policiaco se le hizo fácil tirar una ventana de un edificio histórico para hacerse su bañito (señala el espacio que se incrusta a las espaldas de una de las salas del museo que se utiliza para las proyecciones). Nos quejamos en la delegación, nadie hizo caso hasta que llegó una mujer a la delegación: Patricia Ruiz Anchondo, quien fue asignada por la asamblea, cuando el delegado que estaba lo metieron a la cárcel por malos manejos”.
Salvador Zarco junto con un par de personas interesadas en recuperar la antigua estación solicitaron una reunión con Ruiz Anchondo. Ella los recibió de inmediato e incluso fue a visitar el inmueble. A don Salvador se le quiebra la voz y le vine el llanto al recordar aquel momento: “Dijo que contáramos con su apoyo y lo cumplió. Compró el inmueble para poner el museo y decidió, muy sabiamente, que éste no dependiera de la delegación, sino de la Secretaría de Cultura de la ciudad”.
Así, se le hizo una intervención para arreglar los daños y se consiguió prestada una exposición y una locomotora del Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos que se encuentra en Puebla para la inauguración: el 1 de mayo de 2006.
“La ciudad tuvo estaciones más hermosas, más antiguas, que fueron destruidas estúpidamente, como la de Colonia que estaba donde está actualmente el monumento a la madre. En esta estación de Colonia llegó Madero del exilio y por esa razón debió conservarse, por ese momento histórico”, narra Salvador, quien desde que se instaló el museo en la estación de la Villa ha sido el responsable del recinto.
Así, con diferentes exposiciones este recinto resguarda el testimonio de la historia del gremio ferrocarrilero, sus luchas, así como la importancia del tren en la vida de los mexicanos.
La exhibición que se encuentra actualmente se llama “La Tronca” (como el nombre del principal instrumento que se empleaba para arreglar los rieles), y está dedicada a los reparadores de vía. Con fotografías y los principales instrumentos que empleaban para construir y dar mantenimiento a los rieles. Además, se exhiben algunos documentales que dan cuenta de la importancia de este medio de transporte para quienes trabajaron para él y para quienes lo utilizaron.
“Esta estación es hoy en día el edificio ferrocarrilero sobreviviente más antiguo de la ciudad. Entonces había que cuidarlo, por eso yo lo estuve monitoreando. Tenía el temor fundado de que lo destruyeran, porque además está muy escondido. Y era sabido que había gente que clamaba por su destrucción, porque cuando se quitó el servicio de transporte de pasajeros querían que se derrumbara”, asegura Salvador, quien también tiene su historia personal con los trenes.
Esta inició el 3 de octubre de 1968, cuando Salvador fue arrestado por su participación en el Movimiento Estudiantil. Salió de prisión hasta 1971 y entró a ferrocarriles un par de años después. “Conocí a los ferrocarrileros en las protestas del 68 y me cayeron rebien, por eso quise ser ferrocarrilero”, narra con una sonrisa el hombre de 71 años de edad.
Así su primer trabajo fue como auxiliar en las cuadrillas sistemales; posteriormente se cambió a unos talleres que estaban en Tlalnepantla y se convirtió en mecánico electricista de las locomotoras. El máximo puesto que logró fue el de secretario general de la sección 15 del Sindicato de los ferrocarrileros.
Los ferrocarriles en la cultura
En el siglo XX los ferrocarriles perfeccionaron sus máquinas y se volvieron protagonistas de la vida cotidiana. Había dos tipos de trenes: diurno y nocturno, y distintas corridas a lo largo del día. Los viajes costaban 30 centavos y había un tren llamado pulquero porque transportaba la tradicional bebida alcohólica fermentada.
La Guadalupana fue la primera locomotora que circuló en el Valle de México realizando su primer viaje de la Glorieta San Martín, cerca de Santiago Tlatelolco, en una línea de siete kilómetros, en la que el tren estaba compuesto por dos coches de pasajeros y la majestuosa locomotora Guadalupe.
Por eso no era de extrañarse que todas estas historias de los ferrocarriles inspiraran diversos ámbitos de la cultura: la literatura y el cine, principalmente. Incluso en las páginas del semanario EL UNIVERSAL ILUSTRADO se lanzó en diciembre de 1926 la sección ferrocarrilera, donde se publicaron innumerables historias, crónicas, relatos, gráficas y poemas dedicados al gremio.
Además de la recuperación de estampas y personajes emblemáticos de este medio de transporte. Destaca la del joven sonorense de 24 años de nombre Jesús García, que entregó su vida para salvar de la muerte a los habitantes del pueblo de Nacozari. Este joven ferrocarrilero protagonizó una tragedia en 1907, cuando dos furgones de dinamita ardían y él decidió subir a su locomotora y arrastrar los carros envueltos en llamas a un kilómetro y medio del pueblo. Salvó a cientos de inocentes, pero él explotó con aquellos furgones.
En el cine mexicano algunas de las cintas que, en su totalidad o en algunas escenas, mostraron la vida y viajes en trenes se encuentran: Viento negro, Extraña pasajera, Pata de palo, El rebozo de Soledad, Ni sangre ni arena, Distinto amanecer, Historia de un abrigo de Mink, Rostros olvidados, Ave sin nido.
Lo que el tren se llevó…
Tras el cierre de Ferrocarriles Nacionales en 1997 se cancelaron 10 mil km de vías. Los trenes de pasajeros desaparecieron y se quedaron algunos de carga. Los estados más pobres que requerían ese servicio se quedaron sin nada. La red ferroviaria actual es menor que la que había en los tiempos de Porfirio Díaz. Cancelaron dos servicios importantes para la economía interna: el servicio exprés, el cual daba la posibilidad a los pequeños empresarios de transportar cargas pequeñas de mercancía en trenes de pasajeros. Se cerraron cientos de estaciones y sólo fueron recontratados 10 mil trabajadores de un total de 85 mil.
Además, todo esto significó un reajuste de personal, sobre todo cuando las empresas estadounidenses entraron al país, dice Salvador Zarco, porque el sistema mexicano se componía de un conductor, un maquinista, un ayudante de maquinista y un garrotero (que era quien se encargaba de estar al pendiente de las mangueras del sistema de frenado automático, de los ejes de las ruedas, de los baleros) por cada 15 carros, si eran más la tripulación también aumentaba; pero los estadounidenses introdujeron un sistema de sensores para reducir el personal y, por eso, ahora la tripulación es un conductor, un maquinista y un garrotero en trenes que pueden tener hasta 80 carros.
“Los trenes no son lo que antes, que eran con dos locomotoras y ahora son seis locomotoras. Es el triple de carga manejado por tres personas. Dos locomotoras cargaban dependiendo el destino, si eran directos, siete u ocho mil toneladas 80 carros, que era kilómetro y medio de tren; con seis locomotoras son trenes enormes de 150 carros, y luego era una sola vía para la ida y la vuelta; por eso existían los libramientos cada ciertos kilómetros. México no le invirtió a algo que era muy barato y que además contribuía al crecimiento y desarrollo del país”, dice Zarco.
Y lo mismo opina José Luis: “A mí me jubilaron después del accidente que sufrí en mayo de 1994. En esas épocas en las que comenzó el cierre de Ferrocarriles Nacionales, muchas dinámicas eran ya muy distintas”.
En aquel siniestro José Luis llevaba 80 carros con 8 mil toneladas de carga de la empresa Kimberly-Clark. Un tren iba adelante de ellos, era el principal, y el de José Luis iba dándole su espacio. Ellos (conductor, maquinista, su ayudante y cuatro garroteros) hicieron una parada en Huehuetoca y Tula y todo estaba en orden. Pero en la Griega, cerca de Querétaro, los detuvo una señal en rojo, que el encargado no había podido arreglar y estaba trabada.
Después de unos minutos emprendieron la marcha. A unos 10 kilómetros se toparon de frente con un tren que venía por la misma línea férrea. Éste iba más pesado porque en Querétaro lo obligaron a que cargara más carros, mientras que el tren de José Luis ya había disminuido vehículos que habían dejado en San Juan. El tren con el que impactaron, por el peso, iba a 45 kilómetros por hora; José Luis a 80.
En el momento del choque, a las dos de la mañana, José Luis sólo vio una luz, después cayó al suelo. A los pocos minutos recobró el conocimiento y lo primero que hizo fue auxiliar a su compañero, quien no reaccionaba y momentáneamente perdió la memoria. Como pudo se echó a su compañero en brazos y brincó fuera de la máquina.
De aquel accidente le quedan un par de cicatrices en su rostro: una en al frente y una en la mejilla derecha. Fallecieron siete compañeros y 15 trampas (como llamaban a los migrantes que viajaban de contrabando en los trenes). La ayuda tardó como dos horas en llegar.
Fueron muchos los accidentes que José Luis sufrió (en los que incluso presenció la muerte de compañeros o a quienes les salvó la vida), pero éste fue el más grave, el que lo marcó porque fue el pretexto para que terminara su historia en Ferrocarriles Nacionales, para noviembre de 1994, tras algunos meses de recuperación y convalecencia, lo jubilaron de la empresa en la que trabajó por más de 30 años; aunque esa no fue la última vez que estuvo bajo el poder de la máquina de un tren, después trabajó ocho años más en otras empresas hasta que se retiró definitivamente.
“Era mucho tráfico: 16 trenes de carga directos a San Luis, 25 a Irapuato; aparte los de pasajeros. Había mucho movimiento ferroviario. En aquellos años, antes de la devaluación, ganaba 20 millones de pesos a la quincena. Eran muy buenos tiempos”, dice con nostalgia José Luis.
—¿Extraña esa vida? ¿Los trenes? —Le pregunto segundos antes de que vuelva a pasar de nuevo el tren a nuestras espaldas.
Nos asomamos por la venta y lo vemos pasar. No perdemos ni un momento del paso: las ruedas, el pitillo, las luces.
—Extrañó mucho los trenes. Aunque también a la fecha sigo teniendo pesadillas —responde, mientras me muestras todas las fotos que tiene colgadas en la pared: trenes de vapor, de diésel, eléctricos, así como las distintas estaciones del país en las que estuvo.
—¿Qué sueña?
—Me siento manejando. Recuerdo algunas de las cosas que me pasaron, las vuelvo a vivir. Hay veces en que es tan real el sueño que mi esposa alarmada me despierta diciéndome: “Hey, bájate de la máquina”.
Los dos sonreímos. Parece que estos hombres, José Luis y Salvador, no pueden bajarse del tren.
Fotos antiguas: Cortesía Museo de los Ferrocarrileros, Archivo fotográfico de EL UNIVERSAL y Colección Villasana-Torres.
Fuentes: Entrevista con Salvador Zarco, encargado del Museo de los Ferrocarrileros; entrevista con el ex maquinista José Luis Juárez; libro Seis siglo de historia gráfica de México de 1325 a 1976 de Gustavo Casasola; archivo hemerográfico de EL UNIVERSA