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Texto y fotos actuales: Berenice De Rosas
Diseño web: Miguel Ángel Garnica
Una enorme puerta de estilo Art Decó recibe a los visitantes del panteón civil de Dolores. Al adentrarse, el silencio reina en todos los rincones y es el eterno acompañante de los difuntos que se encuentran en ese terreno de dos millones de metros cuadrados, en la segunda sección de Chapultepec. Ahí, entre las tumbas se guardan innumerables historias que quedaron, literalmente, enterradas para siempre.
Ha pasado más de un siglo de su inauguración en 1875 y este sitio, en donde la muerte es protagonista, también es el lugar en el que un grupo de trabajadores ha encontrado, irónicamente, una forma de vida entre los muertos de la ciudad.
El oficio de sepulturero no es una labor común y no muchas personas se atreven a realizarla; sin embargo, la extensión del panteón de Dolores requiere que haya gran cantidad de enterradores y entre ellos están nuestros cuatro entrevistados, quienes tienen diferentes funciones dentro del lugar, desde sepultar a los difuntos, trabajar en los detalles de las tumbas, hasta encargarse de la fosa común.
Desde niños se familiarizaron con el ambiente tétrico del panteón
Así, para Carlos, José, Ulises e Israel Cancino nuestros cuatro entrevistados – tres de ellos no quisieron dar sus apellidos-, ser sepulturero es un trabajo como cualquier otro. Además, a ninguno de ellos les asusta estar rodeados de tantos difuntos y pasar largos ratos en el silencio sepulcral del panteón.
Su rutina es llegar y checar su entrada, luego van a hacer limpieza de sus lotes, barren las calles. Cada quien tiene un área, esperan a que les toque su rol en la semana; conforme van llegando los servicios ellos deben estar ahí, les dan una orden, van con los dolientes, y dependiendo lo que se tenga que hacer hay que preparar todo para sepultar.
Todos coinciden en que este oficio “se hereda”, es de generación en generación y consideran casos raros a quienes llegan ahí sin tener algún familiar que también haya sido sepulturero. Todos dicen tener jornadas diarias de 12 horas en promedio, laboran de lunes a viernes y hacen guardias los fines de semana y días festivos, por eso no tienen un día fijo de descanso. Cuentan que antes 15 personas vivían ahí, en el panteón, hoy sólo son tres y ya son mayores.
Ninguno come en el panteón, se dan tiempo para salir. Cada uno cava una tumba solo o las tumbas que le toquen a cada quien ese día. Tampoco hablan de técnicas para cavar, sólo los hacen y ya. José narra que en una misma tumba pueden entrar seis personas, para eso se deben cavar cuatro metros de profundidad. Cada bóveda mide de 67 a 70 cm. Dicen que por el poco espacio que queda actualmente, la gente prefiere cremar a sus muertos, por eso ya son pocos los que se entierran como antes en sus cajas.
A pesar de las tareas que conlleva su labor en el panteón, ellos consideran que es una opción digna de trabajo, como Carlos, quien se encarga del lote de los italianos en el cementerio. Este hombre de 65 años dice que tomó la decisión de trabajar ahí después de visitar por primera vez el lugar: “Vine a ver cómo era el ambiente aquí, me gustó y me quedé”; era 1971, él tenía apenas 20 años, y entonces no imaginó que iba a estar ahí durante la mayor parte de su vida.
La vida de sepulturero
“La vida del enterrador es la más triste y la más dolorosa de todas las vidas miserables, todo el día estamos presenciando escenas de dolor y de llanto”, esta declaración la realizó el sepulturero J. Guadalupe Cruz en 1925 para EL UNIVERSAL ILUSTRADO, en la entrevista “Vidas ejemplares: De los que conocen la miseria y el dolor”, realizada por Óscar Leblanc.
En esa época Cruz llevaba 20 años como enterrador en el panteón de Dolores y era el más viejo de los trabajadores. Pero hoy el sepulturero Carlos no tiene esa perspectiva sobre su oficio. Con una tranquilidad inmensa y con bromas platica sobre su trabajo: “Aquí es muy tranquilo, los muertitos no dicen nada”.
Muchos de los trabajadores del panteón Dolores llevan más de diez años laborando en este lugar. Carlos, por ejemplo, nos comenta que en casa, con su esposa y sus hijos, nunca tuvo problema en platicar sobre el tiempo que pasa en el panteón, donde se dedica a enterrar a los muertos y mantener sus tumbas.
Otros sepultureros como José y Ulises también comparten esta visión y dicen: “A todo se acostumbra uno”. Sin embargo, ellos desde niños se familiarizaron con el ambiente tétrico del panteón, pues sus padres y otros familiares laboraron ahí durante décadas.
Las historias de estos trabajadores son muy parecidas, pues además de continuar con una especie de tradición familiar, llegaron a laborar al cementerio desde una edad muy temprana por las difíciles condiciones económicas en que se encontraban.
Por ejemplo, Ulises, quien se dedica a las labores de albañilería en las tumbas, dice que se decidió por este oficio porque no tuvo estudios. Dice que en un día puede terminar su trabajo de albañilería en las tumbas, pero que a veces lo hace en tres días.
Los olvidados de la fosa común
Israel Cancino, el encargado de la fosa común, también comenta que a los 18 años no encontró otro lugar donde trabajar y que por ello aquí ha estado por mucho tiempo, en el que vivió inclusive los momentos de catástrofe después del terremoto de 1985. Empezó como ayudante de los sepultureros y al principio le daba miedo, pero luego se acostumbró y después de que se jubiló la persona que estaba antes de él se quedó como encargado de la fosa común.
Nos cuenta que cada fin de semana llegan cadáveres que envía el Servicio Médico Forense, por lo regular son de 10 a 25 muertos. Hay personas que van a reconocer el cuerpo de sus familiares, aunque casi no van, pues de 100 muertos se reconocen sólo a 5 o 6 personas.
También cada que terminan las clases de los estudiantes de Medicina, los servicios forenses envían muchos cadáveres, ya en cajas, listos para enterrarse en la fosa común.
En 1925 las condiciones eran muy distintas. De acuerdo con el artículo de Leblanc, su entrevistado le contó: “Aquí dejamos todas las noches una fila de muertos para que se maduren en la noche. Sólo así evitamos enterrar por equivocación a un vivo”. Afortunadamente, con el tiempo estas tenebrosas costumbres dejaron de practicarse en el cementerio.
Recuerdos de momentos impactantes
A pesar de los cambios que han transcurrido a lo largo de la historia del panteón civil de Dolores, los trabajadores aún están expuestos a momentos muy impactantes como recuerda Carlos, quien dice que la primera vez que vio los restos de un muerto fue una experiencia aterradora. “Hay algunos que salen todavía con materia, también, algunas de las cajas se llenan de agua y hacen que el cuerpo flote”. A pesar de que al principio esto le causaba miedo, comenta que “a todo se acostumbra uno”.
Todos concuerdan que de los entierros de los que han sido testigos, los de difuntos niños y adolescentes son los que más les causan conmoción. José recuerda el funeral de una familia en donde “el padre mató a sus dos hijos y luego se mató él. ¡Fue algo terrible!”.
Aunque es común escuchar historias de terror sobre los cementerios, ninguno de los entrevistados ha vivido alguna de este tipo. Carlos afirma que son puras invenciones. “Yo no les creo, nunca he visto nada de eso”. José comenta que los antiguos trabajadores eran los que más contaban esos relatos, entre los más conocidos estaban los de niños que hacían travesuras y les escondían sus herramientas, así como mujeres de blanco que iban caminando y se desaparecían de repente, hasta la de un soldado que en las noches se ponía a marchar.
Las leyendas que se cuentan en el cementerio no les preocupan tanto como sus sueldos, pues a pesar de largas jornadas sólo perciben el salario mínimo y algunos, aún con múltiples labores, reciben máximo dos mil pesos a la semana. Aun así se muestran a gusto, como Ulises, a quien le gusta mucho hacer su trabajo, ya que la albañilería en el cementerio le da muchas opciones para explotar su creatividad en la creación de las tumbas. Asimismo, Israel dice que está agradecido porque su labor en la fosa común le ha permitido mantener a su familia durante años.
Un gran cementerio para la ciudad
Antes de que el panteón civil de Dolores fuera el más importante para los capitalinos, los primeros cementerios de la ciudad se establecieron en los atrios de las parroquias, de acuerdo con el artículo “Cementerios que la ciudad enterró” de Víctor Jesús Martínez en EL UNIVERSAL. Pero el crecimiento de la población obligó a los gobiernos, desde el siglo XVIII, a ubicar estos camposantos en lugares alejados y a plantear la idea de un cementerio general para toda la ciudad.
En el siglo XIX los panteones de Santa Paula, San Fernando y Campo Florido se convirtieron en los principales. El historiador Jesús Galindo y Villa relata en su obra Historia sumaria de la Ciudad de México, que el de Santa Paula fue el primero en donde se buscó concentrar a los muertos de la ciudad y se ubicaba donde hoy se encuentra la Avenida Riva Palacio, junto a la parroquia de Santa María la Redonda en la delegación Cuauhtémoc. Galindo y Villa también afirma que en una casa de la calle aledaña 1ª. De Moctezuma aún se ve una pared del cementerio, con la huella de los nichos.
Pero este panteón sólo funcionó durante 25 años, ya que la gran cantidad de tumbas lo saturaron y causaron su deterioro, por lo que en 1869 fue clausurado. Entonces los cementerios Campo Florido (que estaba en lo que hoy es la colonia Doctores) y municipal de la Piedad (frente al actual panteón Francés de la colonia Roma) fueron los más importantes de la capital hasta que se inauguró el panteón civil de Dolores.
El origen del panteón civil de Dolores
Dentro del antiguo rancho Coscoacoaco, al oeste de la ciudad, existía un lugar llamado “Tabla de Dolores”, donde se instaló este cementerio, según indica Héctor de Mauleón en su artículo “El misterioso panteón de Dolores” publicado en 2013 en EL UNIVERSAL. El terreno pertenecía a Dolores Gayosso, dama del siglo XIX, cuyo hijo, Eusebio Gayosso, fundó la famosa agencia funeraria que lleva su apellido; pero fue su yerno, Juan Manuel Benfield, quien solicitó una concesión para abrir un panteón civil.
Así, en 1875 surgió el panteón más grande de la Ciudad de México. La primera persona en ser enterrada ahí fue el general Eusebio Gayosso, esposo de Dolores Gayosso. Posteriormente, muchos de los restos que estaban en Campo Florido, entre ellos los del poeta Manuel Acuña, se trasladaron al panteón civil de Dolores. En ese tiempo las tarifas de las tumbas, de acuerdo con el libro Vida cotidiana de la Ciudad de México 1850-1910 de Cristina Barros y Marco Buenrostro, iban de los cinco a los 85 pesos.
Benfield, además de fundar el cementerio, también le propuso al entonces presidente Sebastián Lerdo de Tejada crear un lugar donde se guardaran los restos de los personajes más importantes para México. Así surgió la Rotonda de las Personas Ilustres.
El eterno descanso de las Personas Ilustres
Uno de los sitios más famosos dentro del panteón es la Rotonda de las Personas Ilustres, la cual rinde homenaje a los mexicanos que se han distinguido por su participación política o sus contribuciones al desarrollo científico, económico, social y cultural del país. Su estructura circular la vuelve muy atractiva para los visitantes, y su particular diseño ha permitido que se ubiquen ahí 115 tumbas.
De acuerdo con el sitio web de la Rotonda, el primero en ser enterrado en ella fue el teniente coronel Pedro Letechipía en 1876, quien participó en la Revolución de Ayutla, en la Guerra de Reforma y en la resistencia ante la Intervención francesa.
Entre los personajes que reposan ahí están Dolores del Río, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Rosario Castellanos, Ramón López Velarde y Agustín Lara. La tumba de este último, nos cuenta nuestro Carlos, es una de las más visitadas y de las que tiene flores con más frecuencia.
Otra de las personalidades que yace en el panteón, pero que no está dentro de la Rotonda es la fotógrafa Tina Modotti. De acuerdo con Carlos —quien está a cargo del área de los italianos dentro del panteón— la artista había dicho que si llegaba a morir en México, no quería que su tumba estuviera en el lote de los italianos (aunque ahí se encuentra), pues prefería estar entre los mexicanos.
Los jóvenes ya no visitan a sus difuntos
Después de trabajar 45 años en el Panteón Civil de Dolores, Carlos ha notado que las personas ya no visitan tanto las tumbas de sus familiares como sucedía antes. Con tristeza admite: “Me ha tocado ver que esto sucede en mi familia”.
Su observación es cierta, alrededor, las tumbas se encuentran solitarias y algunas con un notable deterioro; aunque la Rotonda y las tumbas de los personajes que ahí se encuentran atraen a una gran cantidad de personas. Carlos y José afirman que las personas que más frecuentan el panteón son adultos mayores, ya que “los jóvenes ya no tienen esa costumbre de visitar a sus muertos”.
El tiempo ha pasado por el panteón de Dolores y por los trabajadores como Carlos, luego de laborar por casi medio siglo en un lugar donde las horas parecen no avanzar, los cambios comienzan a hacerse presentes. Ahora él, con más de 60 años luce un poco cansado y algunas de las labores que realiza como cavar el espacio en la tierra para los entierros y dar mantenimiento a las tumbas, comienzan a ser cada vez más pesadas. Mientras, el cementerio deja de ser ese lugar donde se reunían multitudes para visitar a sus muertos, hoy es un sitio casi desierto, donde parece que sólo abundan las almas que descansan ahí.
Fotos antiguas: Archivo fotográfico de EL UNIVERSAL.
Fuentes: Entrevista a sepultureros del panteón civil de Dolores; “Historia sumaria de la Ciudad de México”. Galindo y Villa, Jesús. CONACULTA, Dirección General de Publicaciones. México, 2011; “Vida cotidiana Ciudad de México: 1850-1910. Barros, Cristina y Buenrostro, Marco. CONACULTA, Fondo de Cultura Económica. México, 1996; artículo “El misterioso panteón de Dolores” de Héctor de Mauleón, publicado el 25 de marzo de 2013 en El Universal; artículo “Cementerios que la ciudad enterró” de Víctor Jesús Martínez, publicado el 1 de noviembre de 2009 en El Universal; sitio web de la Rotonda de las Personas Ilustres.