En estos tiempos de discusión de los contenidos de la próxima Ley Federal de Cultura es menester defender el derecho inalienable que todos y cada uno de los mexicanos tenemos de no perder nuestra identidad cultural. Y dejar muy claro que los ciudadanos tenemos derecho de dirigirnos a los legisladores para pedir, respetuosamente, que nuestra identidad forjada trabajosamente durante tres mil años no se pierda asfixiada por la colonización ni ahogada en el tsunami de la globalización. Identidad cultural nuestra que se empezara a gestar en la región olmeca hace tres mil años: río subterráneo que ha recibido las contribuciones olmecas, mayas, toltecas, zapotecas, chichimecas, españolas, francesas…es tan poderoso este hermoso río subterráneo que las ha asimilado a todas y con todas ellas ha podido generar una identidad que nos hace fuertes y asombra al mundo. Estuve como participante en Mérida en la reunión de los legisladores encargados de redactar la ley y me asombró que los legisladores de la Comisión de Cultura –legisladores: hacedores de leyes- no conocieran ni les dieran importancia a las repercusiones terribles, que todavía agobian a nuestro país, de las nefasta Leyes de Indias. Leyes; leyes que fueron el cimiento de la Nueva España y que nos gobernaron durante trescientos años. Leyes que dividieron a la Nueva España en dos Repúblicas: la de los indios y la de los españoles. Esto es la de encomenderos y los encomendados, los vencedores y los vencidos, los hacendados y los peones muertos de hambre. Y esa brutal diferencia todavía subsiste cuando con desprecio los criollos dicen: “un indio bajado de la sierra a tamborazos”. La insurrección de Chiapas, el problema de los maestros y los cuarenta y tres de Ayotzinapa son acontecimientos que tienen su oscura raíz en esas leyes. Consecuencias que llevan al absurdo de dividir artificialmente a la cultura en “Alta cultura” y “Culturas populares”. Me asombró que los legisladores no hubieran siquiera pensado en que existe el derecho de no perder nuestra identidad. Me asombró que me miraran con extrañeza cuando pedí que la nueva Ley contemplara la redistribución de los bienes culturales. Y tuve que explicar que los bienes culturales no pertenecen a una pequeña elite de mexicanos sino a todos. Y me miraron con asombro cuando pedí que la Ley estableciera metodologías modernas para la preservación de los intangibles culturales generados por nuestras suntuosas ceremonias tradicionales como las Pastorelas, las Adoraciones de reyes, las Guerras de moros y cristianos, los Carnavales indígenas y los cientos de representaciones sagradas que conforman el Teatro ritual tradicional mexicano cuyo origen es el teatro evangelizador en náhuatl y en maya y purépecha. Teatro sincrético y prodigioso cuyo primer producto se diera en la Navidad de 1527 en una representación del viaje de María y José de Nazareth a Belem en el gigantesco atrio de san José de los naturales. En contraste con los asombros de los legisladores las autoridades culturales de Coahuila acaban de dar un ejemplo magnífico al recuperar la representación sagrada de los matlachines: punto de unión entre las culturas chichimecas y las tlaxcaltecas que fundaran Saltillo en el siglo xvi. Y la recuperaron como recuperó Amalia Hernández las danzas mexicanas y yo en Tepotzotlán desde 1964 las Pastorelas, probando todos que es posible energizar la tradición y, respetándola, permitir que evolucione, y con ello no permitir que se pierdan nuestros intangibles culturales. Como se asombraron también cuando les hablé de la prodigiosa colección de Luis Márquez de ocho mil trajes regionales auténticos, recogidos penosamente por él en todos los poblados indígenas en el primer tercio del siglo veinte y que yacen almacenados en el Claustro de sor Juana y que merecerían un gran Museo de la indumentaria mexicana que bien podría instalarse en Acolman o en Cuitzeo o en algún otro de los conventos franciscanos o agustinos del siglo xvi completamente subutilizados.

Parecería que los prejuicios cinco veces centenarios acerca de la superioridad de la República de los criollos sobre la de indios no permite advertir que estas representaciones tradicionales pueden tener ventajosísimas consecuencias: rehacen el tejido social tan deshilachado ya en nuestros días (Y me pregunto ¿Qué hacen las autoridades para tratar de reparar nuestro tejido social? ¿Gobernación? ¿Secretaría de Cultura? ¿SEP? ¿Se han planteado siquiera el problema?), atraen al turismo, preservan nuestros intangibles culturales, enriquecen nuestra identidad nacional. Sería obligatorio que los Legisladores contemplaran cómo puede la ley generar reglamentos que les abran los ojos a las autoridades culturales municipales, estatales y federales para concertar esfuerzos, y diseñar metodologías modernas que salven nuestros tres mil años de culturas originales.

Sí es posible y los esfuerzos de Amalia, de Coahuila y míos lo prueban sobradamente. El derecho a no perder nuestra identidad cultural no puede ser una dádiva ni una graciosa concesión. Es un deber ineludible, señoras y señores legisladores.

Director del Instituto Mexicano de Estudios de la Comunicación.
miguelsabidoinc@yahoo.com.

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