Otras veces en nuestra historia hemos vivido momentos difíciles como los que nos plantea el inicio del gobierno del señor Donald Trump. Las amenazas a nuestro país han tenido resultados muy costosos cuando hemos estado divididos; así fue en 1847 cuando al carecer de propósito y liderazgo eficaz perdimos la mitad del territorio nacional; en 1914 y en 1938 resolvimos los amagos de mejor manera contando con la claridad, reciedumbre y respaldo popular logrados por Venustiano Carranza y Lázaro Cárdenas. Con gran dignidad dejamos de ser vecinos distantes para negociar hace 23 años la apertura e integración comercial del Tratado de Libre Comercio en el que nadie ha robado nada, sino que las tres economías participantes se han beneficiado con inversión, cadenas productivas y millones de empleos. Con el Presidente Enrique Peña Nieto hemos realizado importantes transformaciones estructurales para ampliar nuestras capacidades, que no debemos perder.
Al escuchar que se insiste en erigir un muro entre nuestros países y que además lo paguemos los mexicanos, la única respuesta es el rechazo a tal absurdo no sólo porque representa una solución simplista a un problema que involucra la seguridad, la migración y la integración a ambos lados de la frontera sino también porque esa idea se pretende extender a las relaciones comerciales, amenazando con grandes aranceles a las empresas o a quienes en libertad realizan inversiones en México.
¿Cómo pueden combatirse los riesgos comunes y las amenazas globales si nos debilitan? Un país vecino debilitado y ofendido no es un buen socio, mucho menos un aliado eficaz. Coincidamos con Joseph Stiglitz, Nobel de Economía: los excesivos gravámenes no sólo lesionan la competitividad de quien los aplica, sino que incrementan el déficit comercial y destruyen empleos y la confianza entre quienes han sido buenos socios comerciales.
Sin duda éste es el momento de convocar a nuestro país a una unidad fundamental para enfrentar lo que viene, con convicción, con determinación, adecuando al nuevo contexto y circunstancias mundiales, inclusive las reformas emprendidas, sin que ello implique perder su esencia. Todo para generar crecimiento, inversión, empleo y un mejor lugar de México en el mundo.
Pero también debemos ocuparnos de renovar las instituciones políticas para evitar que la confusión termine llevando lo improbable al poder. Por ejemplo, en los Estados Unidos el viejo método de un Colegio Electoral ideado por Hamilton en 1789 para prevenir que el encono popular le diera el poder a alguien impulsivo para gobernar, que los confrontara y que los dividiera internamente, ha encontrado sus límites al suceder lo que se quería prevenir y se ha investido a alguien sin la mayoría de los votos ciudadanos.
En nuestro país el diseño institucional de hace cien años se apoyó en un partido francamente mayoritario para hacerlo funcionar hasta 1997, cuando apareció la buscada pluralidad. Desde entonces, los Presidentes han sido electos cada vez con menos votos al grado que, según las encuestas, el próximo podría serlo con el apoyo de un tercio del 60% de los electores, es decir, el 18% de la población.
Este dilema de gobernar con amplio apoyo, o hacerlo casi en solitario, otros países lo han resuelto con gobiernos de coalición sin importar sean sistemas presidenciales o parlamentarios. En México, para lograr estabilidad y unidad duraderas, sería necesario y conveniente armonizar la integración del gobierno de coalición en el sistema presidencial mexicano, opción que ya está en nuestra Constitución con vigencia a partir de 2018. Al hacerlo, lograríamos modernizar nuestra gobernabilidad y eficacia, no con una sola persona que responda por todos, sino con un todo que responde a los problemas con sus mejores hombres y mujeres. Hoy, sin duda ello aparece como indispensable.