El 16 de octubre, Día Mundial de la Alimentación, el mundo tiene mucho qué celebrar. Como comunidad global, hemos logrado un auténtico progreso en la lucha contra el hambre y la pobreza en las últimas décadas. La mayoría de los países supervisados por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura —72 de 129— han alcanzado la meta del Objetivo de Desarrollo del Milenio de reducir a la mitad la prevalencia de la subalimentación en su población en 2015. Mientras tanto, el porcentaje de personas que viven en la pobreza extrema en las regiones en desarrollo también ha disminuido en forma notable: de un 43 por ciento en 1990 al 17 por ciento en este año.

Pero el progreso ha sido desigual. A nivel mundial, unos 800 millones de personas siguen padeciendo hambre crónica. Y casi mil millones permanecen atrapadas en la pobreza extrema.

Por tanto, a pesar de grandes avances, el hambre y la pobreza siguen estando presentes, incluso en esta época de abundancia. Es verdad que el crecimiento económico —especialmente en la agricultura— ha sido esencial para reducir las tasas de hambre y pobreza. Pero no es suficiente, porque con demasiada frecuencia, ese crecimiento no ha sido inclusivo.

Conscientes de este hecho, muchos países en desarrollo han establecido medidas de protección social —ofreciendo a la gente apoyo financiero o en especie de forma regular, o acceso a programas de autoayuda— sabiendo que se trata de acciones de primera línea necesarias para hacer frente a la pobreza y el hambre.

Un estudio tras otro han demostrado que los programas de protección social reducen con éxito el hambre y la pobreza. Sólo en 2013, este tipo de medidas permitió salir a cerca de 150 millones de personas de la pobreza extrema.

Lo que puede resultar una sorpresa es que estos programas van más allá de suplir la carencia de ingresos. No son solo una dádiva que permite a la gente mantenerse a flote. Supone más bien dar una mano que puede ponerles en una vía rápida a la autosuficiencia.

La mayoría de los pobres y hambrientos del mundo pertenecen a familias rurales que dependen de la agricultura para su alimentación y sustento diarios. Estos agricultores familiares y trabajadores rurales, como es comprensible, se centran en ir sobreviviendo aquí y ahora. Adoptan un enfoque de bajo riesgo y bajo rendimiento para la generación de ingresos, invierten poco en la educación y salud de sus hijos, y con frecuencia se ven obligados a adoptar estrategias negativas de supervivencia, como la venta de sus escasos activos, poner a sus hijos a trabajar, o disminuir la ingesta de alimentos para reducir gastos. De forma que quedan atrapados en una estrategia de supervivencia. La pobreza y el hambre se hacen intergeneracionales…y aparentemente ineludibles.

No tiene por qué ser así.

Hoy en día, sabemos que incluso transferencias relativamente modestas a los hogares pobres, —cuando son regulares y predecibles—, pueden ser un seguro contra los riesgos que tienden a disuadirlos de proseguir actividades de mayor rentabilidad o llevarlos a adoptar estrategias negativas para superar su situación. La protección social permite a las familias pobres y vulnerables tener un horizonte de tiempo más largo, ofreciéndoles esperanza y capacidad de planificar su futuro.

Y lejos de crear dependencia, la evidencia muestra que la protección social hace aumentar tanto las actividades agrícolas como las no agrícolas, fortaleciendo los medios de vida y elevando los ingresos. También fomenta una mayor inversión en la educación y la salud de los niños, y reduce el trabajo infantil. Cuando es en forma de dinero en efectivo, incrementa el poder adquisitivo de los pobres, que demandan bienes y servicios producidos en gran parte a nivel local, lo que lleva a un círculo virtuoso de crecimiento económico local. Los programas de protección social permiten igualmente que las comunidades obtengan importantes infraestructuras y activos, por ejemplo los sistemas de riego construidos a través de iniciativas de dinero en efectivo por trabajo.

Con la mayoría de pobres y hambrientos viviendo en el campo y dependiendo aún de la agricultura, tiene sentido hermanar programas de protección social con los de desarrollo agrícola. Por esta razón la FAO eligió la protección social y la agricultura como tema del Día Mundial de la Alimentación de este año.

Pero saber qué hacer y hacerlo realmente son dos cosas diferentes. Para romper las cadenas ancestrales de la pobreza rural de una vez por todas, el mundo tiene que actuar con más urgencia. Y con más decisión.

Compromiso político, una financiación adecuada, alianzas y acciones complementarias en materia de salud y educación, serán elementos clave para transformar esta visión en realidad. Los marcos normativos y de planificación para el desarrollo rural, la reducción de la pobreza, la seguridad alimentaria y la nutrición, tienen que promover el papel conjunto de la agricultura y la protección social para luchar contra la pobreza y el hambre, unidas a un conjunto más amplio de intervenciones, especialmente en salud y educación.

Trabajando juntos, utilizando los conocimientos y herramientas a nuestra disposición —y sin un desembolso ruinoso— podremos eliminar completamente el hambre crónica en 2030. Eso sí que sería verdaderamente un motivo de celebración.

Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)

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