Al igual que en Siria, el 13 tuvo lugar otro ardid mediático de Donald Trump: el lanzamiento de la madre de todas las bombas convencionales (la “GBV-43/B”) contra túneles (construidos por EU años atrás) en las montañas de Mangarhar de Afganistán. En “la nada” explotó una colosal bomba de 16 millones de dólares que sólo aniquiló a 92 de los alrededor de mil yihadistas presentes en ese país, siendo que la gran lucha contra los terroristas del Estado Islámico se libra en otras partes.

Ciertamente, Afganistán tiene gran valor simbólico: fue la incubadora del terrorismo contemporáneo y de una absurda guerra de ¡48 años! (32 de lucha encubierta iniciada en 1979 por la CIA de Ronald Reagan y 16 de confrontación abierta iniciada en 2011 por baby Bush). Cualquier ganancia geopolítica de Washington frente a la extinta Unión Soviética involucrándose en ese conflicto, resultó insignificante comparado con los miles de muertos, los millones de dólares desperdiciados, la contraproducente desestabilización del país y de toda la región, y especialmente con la creación del semillero del terrorismo fundamentalista, que es su principal enemigo. Como los “US made terrorists” acabaron enemistándose con su patrocinador a raíz de la primera invasión de Irak y fundaron el Estado Islámico (ISIS) en territorios arrebatados a Irak y Siria, Afganistán pasó a un muy segundo plano que no justifica “el honor” de recibir semejante bomba. Por ende, tanto se trata de una bomba “de distracción masiva” destinada a desviar la atención de otros graves problemas —especialmente domésticos—, como de un elocuente mensaje a otros actores internacionales.

En efecto, en el plano interno se registra un estancamiento: la demagógica agenda nativista de la campaña está demostrado ser irrealizable, su autor ha caído en múltiples contradicciones, ha dado marcha atrás en varias cuestiones, ha continuado mintiendo, forjando más enemigos, dando tumbos, etc., por lo que su aprobación ha caído. En lo externo, su descomunal ignorancia y superficialidad lo llevó a pregonar el retiro de EU de un sistema internacional del cual es el pivote, de suerte que sus rivales han estado ocupando las vacantes ofrecidas. Como los alarmados estrategas y generales urgieron tomar medidas para frenar la erosión de los intereses globales de la superpotencia que su presidente ignora y desdeña, la reacción fueron sonoras y mediáticas acciones en Siria y Afganistán, que aunque no fueron más que eso, lograron aumentar la popularidad de su autor. Las demostraciones de fuerza al mejor estilo de la gun boat diplomacy de los siglos XIX y XX —los Tomahawk en Siria, la Bomba madre en Afganistán y el envió del portaaviones Carl Vinson a la península coreana— buscan asustar, disuadir y aplacar a los rivales. La estrategia funciona cuando se trata de actores racionales y responsables. En la crisis de los misiles nucleares soviéticos en Cuba, Kennedy y Jruschov decidieron no intensificar las tensiones para evitar la hecatombe nuclear. Desgraciadamente en nuestros días están interactuando actores nada confiables como los terroristas fundamentalistas, el dictador coreano Kim Jong-un, y el propio Trump. Dado que carecen de una visión realista, estructurada y de largo alcance de la seguridad internacional que contemple espacios de negociación, tan solo actúan conforme a primitivos fundamentalismos ideológicos o religiosos, y a sus mezquinos intereses, ambiciones y posiciones personales. En ese anormal y riesgoso contexto, las simples demostraciones de fuerza con objetivos de “distracción masiva” o de disuasión, pueden tener imprevisibles, contraproducentes y peligrosas consecuencias.

Internacionalista, embajador de carrera y académico

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