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La elección de Donald Trump no fue casualidad. Es el resultado de un severo deterioro de los modelos de desarrollo económico y de representación política en el mundo occidental. Enfrentamos una crisis mayor, con riesgos enormes para el futuro inmediato, que nos obliga a replantear muchas de las ideas que dábamos por sentadas.
La posguerra estuvo cargada de promesas: la democracia, la libertad, los derechos humanos y la prosperidad económica para todas las personas. El mundo bipolar y los años de la guerra fría tensaron el modelo. La caída del muro de Berlín representó una renovación de ese horizonte promisorio. Sin embargo esas promesas, para muchos, siguieron siendo eso, meras promesas.
En efecto, a pesar de avances importantes en mucho campos (salud, educación, infraestructura) el bienestar y el crecimiento sólo llegaron para algunos. Los derechos se ampliaron en sus contenidos, pero difícilmente se materializaron. Generamos sociedades fragmentadas con grandes espacios de pobreza y marginación. Peor aún, con el tiempo se fue abriendo una brecha cada vez mayor entre las clases políticas y las sociedades que decían representar. El desencanto de la política alcanzó a los estadounidenses, pero también a los europeos y latinoamericanos.
La falta de confianza y de cambios significativos en la vida de las personas generó rabia y frustración. Además se sumaron los efectos de los grandes movimientos migratorios y la percepción de que el “otro” era una amenaza. ¿Debe sorprendernos que el populismo surja ahora como la vía de escape? El gran líder que a contrapelo del discurso político convencional, “conecta con el pueblo” y aglutina miedos y desesperanzas, no para resolverlos, sino para volverlas contra “los otros”, al mismo tiempo que promete un nuevo horizonte basado mayormente en ilusiones, mentiras y exclusión. Y la Nación que, para bien o para mal, constituyó el baluarte de esa época sucumbió al populismo y cimbró la certeza en las instituciones democráticas. Otros países pueden pronto caer.
Un sector de la población particularmente afectado son los jóvenes. Esas generaciones digitales para quienes las promesas democráticas de la política tradicional constituyen un lenguaje ajeno y carente de sentido. Aunque entienden la política de un modo distinto, se encuentran constreñidos por las forma tradicionales de representación, y ello los ha llevado a experimentar en los últimos años derrota tras derrota; porque se opusieron al Brexit tanto como a Trump. Al tiempo que su horizonte se achica, el mundo es para ellos una habitación cuyo techo y piso comienzan a cerrarse: abajo por las profundas desigualdades y arriba por un modelo político impasible y agarrotado.
México no escapa a este proceso global. Pronto tendremos que enfrentar momentos de decisión marcados por estas mismas condiciones. Por ello tenemos que comenzar a pensar y actuar de modo diferente. No se trata sólo de renovar a la clase política sino también las formas y medios del quehacer político. Tenemos que abandonar la tentación de creer que el gran líder popular podrá cambiar el destino de la Nación y recuperar el sentido profundo de la política para hacerla más accesible en su lenguaje y sus mecanismos de participación. Invitar a las organizaciones sociales a ocupar nuevos espacios de exigencia y responsabilidad compartida. Multiplicar los espacios de diálogo, de pluralidad y tolerancia. A darnos la oportunidad de tener una voz nueva, plural y exigente. Actuemos ahora, pero no repitiendo o simulando novedad, sino con una profunda convicción democrática, con innovación y resultados visibles, todo ello en un entorno que sin duda será adverso y complejo. De lo contrario lo lamentaremos después.
Director general del CIDE