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Luego de semanas de exabruptos, baches, debates insulsos e interminables negociaciones, el Congreso aprobó las siete leyes que sientan las bases del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). Se trata de un logro extraordinario, que la inmediatez de los medios y la extrema sensibilidad de las redes sociales se obstinan en demeritar. Un grupo de organizaciones de la sociedad civil logró poner la agenda, mover las inercias y generar una acción inédita del sistema político. Hay que decirlo, se contó con muchos aliados, fuera y dentro del aparato gubernamental, que con discreción y eficacia compartieron la visión de que el país necesitaba con urgencia un mecanismo institucional capaz de contener, prevenir y reducir la corrupción. Su intervención, en diversos momentos y capacidades, permitió construirlo. Y sí, hay muchos servidores públicos y políticos que rechazan la corrupción. Ojalá este mensaje pudiera permear en la sociedad.
Pero también hubo algunos que, arrinconados por los hechos, optaron por la mezquindad. Lograron introducir de último minuto un artículo que se redactó con ausencia absoluta de sentido común y con el único ánimo de revancha (si nosotros, los políticos, tendremos que presentar las tres declaraciones, que los ciudadanos lo hagan también). El Congreso se empecinó en esta ruta y el veto presidencial tuvo que corregir el rumbo, a pesar del costo político y las críticas que de inmediato surgieron, incapaces de reconocer la conveniencia de una intervención institucional para enmendar un “error” orientado a destruir lo que con tanto esfuerzo se edificó. Me parece indispensable valorar la oportuna intervención del presidente Peña Nieto, que evitó un costo mayor.
Toca ahora mirar a lo que sigue. La aprobación de las leyes del SNA marcan apenas el comienzo de un largo camino que será complejo y que requerirá de una atención permanente a cada detalle. Se trata de construir un espacio de decisión que permita la acción concertada de las seis agencias que integran el sistema (la Secretaría de la Función Pública, la Auditoría Superior de la Federación, la Procuraduría especializada en delitos contra la corrupción, el Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa, el Instituto Nacional de Acceso a la Información y el Consejo de la Judicatura Federal), todos ellos presididos por un ciudadano y con el apoyo de un secretariado técnico robusto, el Coneval de la corrupción. Este es un diseño institucional inédito que, si funciona, puede hacer una diferencia sustantiva. Pero ello demanda que los actores abandonen egos, celos y resistencias institucionales y que sean capaces de entender el profundo significado de la acción colectiva que mandata la Constitución.
Hay otros retos a la vista: desplegar el nuevo sistema de responsabilidades administrativas sin que su puesta en marcha paralice a la administración; nombrar a un fiscal anticorrupción conocedor, creíble y valiente; designar a un consejo ciudadano capaz de ejercer un liderazgo exigente pero sensato; y reformar las muchas leyes que aún requieren modificaciones. Podría enumerar muchas otras tareas, sólo quiero ejemplificar el tamaño del reto.
Hemos diseñado la arquitectura y elaborado los planos del sistema. Pero falta construirlo. Hagámonos cargo de un proceso de transformación institucional y cultural cuyos frutos llevarán tiempo, en medio del escepticismo y la frustración ciudadana. Parte del reto es explicar, y volver a explicar, el sentido profundo del sistema, que no se reduce a la mera presentación de las tres declaraciones que el discurso público ha construido como la desiderata capaz de remediar el mal. La corrupción es literalmente un cáncer que permea y corroe todo el tejido social. Por ello necesitamos un conjunto de medidas capaces de curarla por sus causas y no sólo en sus manifestaciones.
Una nota final. El Brexit terminó en un día con medio siglo de construcción institucional. Un mal político quiso resolver sus problemas inmediatos apostando el futuro del Reino Unido, de Europa y en alguna medida del mundo. Él perdió y todo perdimos. Basta ver los testimonios de jóvenes devastados. Un periodista confesó despertar en un país que no reconoce. El populismo rampante en muchos países construye sus “triunfos” por la incapacidad de las democracias de crear bienestar e igualdad. Urge que tomemos nota de lo que sucede en el mundo y no arriesguemos más el futuro de libertad con equidad que aún es posible.
Director del CIDE