A pocos escapa la importancia de la Suprema Corte de Justicia. Resuelve los conflictos entre poderes, da contenido a los derechos y tiene la última palabra sobre el significado de la Constitución. Como todo tribunal constitucional tiene una integración colegiada y en la designación de los ministros participan tanto el presidente, quien integra las ternas, como el Senado, que por mayoría calificada hace la designación.

La Corte necesita reunir un conjunto de condiciones para poder desempeñar cabalmente sus funciones. Requiere de ministros técnicamente capaces, independientes políticamente y con una trayectoria que avale conocimiento, visión y responsabilidad. Subrayo que resulta absolutamente crucial la percepción de independencia que se tenga tanto del conjunto como de cada uno de los ministros. De ella depende su capacidad de actuar eficazmente como juez de última instancia, aun en los casos en que no se compartan sus razones y decisiones.

El presidente Peña Nieto deberá integrar en las próximas semanas dos ternas para sustituir a los ministros Juan Silva y Olga Sánchez Cordero, ambos ampliamente reconocidos y respetados, y a quienes generalmente se les considera miembros del ala “liberal” de la Corte (el adjetivo es impreciso pero ayuda a entender su legado). Un buen resultado para la Corte y el país requiere de dos condiciones: buenas ternas sin destinatario predefinido y decisiones razonadas del Senado. Pero se trata de una tarea que enfrenta varios dilemas.

El primero es si la militancia partidista o la representación de intereses privados constituyen impedimentos éticos y políticos que deben excluir a algunos candidatos. Esta es una cuestión debatible que habrá que poner en la mesa (desde 1994 al menos dos ministros fueron militantes de partidos políticos); lo cierto es que en la actual coyuntura y dado el (des)ánimo que guarda la opinión pública, designaciones con estas características se leerán irremediablemente como la “partidización” de la Corte a través de cuotas para los partidos. Esto minaría la credibilidad del tribunal constitucional, con independencia de los méritos de las personas involucradas.

El segundo dilema es si las ternas deben incluir sólo a miembros de carrera judicial, o bien permitir que participen juristas que provienen de otros horizontes profesionales. La evidencia muestra claramente que la presencia de “externos” es una de las razones que mejor explican la evolución de la Corte y su jurisprudencia. También es cierto que la presencia de jueces de carrera ha sido un factor de estabilidad, pues la Corte sigue siendo un tribunal de casación. Hay ejemplos de ministros de carrera que evolucionaron y lograron una visión propia de un juez constitucional.

El tercer dilema es la cuestión de género. Considero que por diseño, por una visión política, conviene que se sumen más mujeres al pleno de la Corte. Tengo también la convicción que existen juristas capaces, independientes y con trayectorias que justificarían su participación al máximo tribunal del país. No es entonces una cuestión de cuotas, sino de identificar a esas mujeres aunque no sean siempre las más visibles.

La integración de las ternas es una tarea delicada, compleja y que implica balances difíciles. Creo que el criterio central debe estar orientado por dos condiciones. Primero privilegiar las competencias y capacidades probadas, el sentido común y la visión de los candidatos. La segunda, que exista evidencia de su independencia. Si estas condiciones se dan, el Senado tendría que seguir un procedimiento público ejemplar de examen, revisión y ponderación para seleccionar a quienes, durante los próximos 15 años, definirán en buena medida el tipo de país que queremos tener.

Profesor investigador del CIDE

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