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En un artículo reciente en el que recordaba el 2 de octubre de 1968, Luis González de Alba habla de sus compañeros de grupo, y relata cómo en aquella época, crearon revistas, organizaron sindicatos, escribieron libros, participaron en el gobierno.
En efecto, el movimiento había nacido por la necesidad social de hacer cambios y a su vez, dio inicio a que ellos sucedieran.
Los más significativos fueron: la convicción de que la represión no es el camino y de que había que plantarle cara al gobierno para terminar con esa práctica; de que el modelo político y social debía ser la democracia, con la creación de instituciones y leyes, para que exista y funcione el Estado de derecho, la competencia entre partidos y la participación ciudadana, y la idea de que deben respetarse los derechos de las personas, la diversidad étnica, cultural, sexual, religiosa e ideológica, de que hay que cuidar el medio ambiente, la transparencia, la búsqueda de la equidad y la libre expresión.
El interés por el país y por su futuro llevó a las generaciones siguientes a estudiar la historia, a analizar la sociedad, a generar propuestas en la educación y para mejorar la condición de las mujeres y la relación con las culturas originarias, así como para disminuir las atribuciones del presidente y otros órganos del poder, y hacer menos autoritaria y jerárquica la relación entre el centro y el resto del país.
De todo esto, se consiguió mucho. Como nunca antes se conoció al país en todos sus aspectos, se discutieron los problemas, se hicieron proyectos, se generaron instituciones. Rolando Cordera afirmó: “El país creció, se crearon instituciones, la gente se educó, nos hemos abierto al mundo, se ha formado una especie de acumulación que ahora sirve para enfrentar la realidad de otra manera.” Vimos entrar a miles a la educación superior, a muchas mujeres en la política y la ciencia, a los sindicatos conseguir beneficios para sus agremiados, a los indios exigir el respeto a sus usos y costumbres. Vimos también la ampliación de la cobertura de las instituciones de salud y de educación y la construcción de infraestructura.
Por eso se nos consideró un país emergente, en el umbral del desarrollo y de superar la pobreza extrema, y en transición a la democracia.
Y sin embargo, hoy mucho de eso no existe más o si sigue allí, está echado a perder. Como preguntaba un personaje en una novela de Vargas Llosa, ¿a qué horas se jodió todo?
Medio siglo después del 68, no hemos conseguido llegar al paraíso prometido, ni superar el ciclo de subidas y bajadas económicas en el que siempre estamos metidos y que un día hace que para los de afuera seamos un país modelo y otro un desastre; nuestra democracia deja mucho que desear, los nuevos amos del poder (el Congreso, el Tribunal Superior de Justicia, los virreyes-gobernadores, los partidos) son impresentables, enfrascados solo en sus propios intereses y deseosos nada más de aparecer en la foto, y lo que queda de la cultura corporativa es un horror retrógrada y corrupto.
Y a ello hay que agregar al narcotráfico, esa industria que vino a cambiar todo el panorama social, económico y cultural, no solamente por la violencia y la ilegalidad como trabajo, y no únicamente por la guerra brutal en que nos metió, sino porque insertó en el imaginario colectivo la convicción de que se obtienen más beneficios con la delincuencia que con el empleo y la educación. Como afirma Joaquín Villalobos: “La cultura criminal como paradigma y los bandidos como ejemplos de éxito personal”. Y eso hoy, nos está afectando muchísimo como sociedad.
De modo pues que, si bien el 68 se ha convertido en un mito, si queremos revisar su legado, debemos también explicarnos por qué hoy ha fracasado en muchos aspectos lo que se construyó a partir de él. Seguiré con este tema en mi siguiente entrega a EL UNIVERSAL.
Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com