Muchas más veces de las que quisiera, he escrito en este espacio sobre los desastres naturales que con demasiada frecuencia ocurren en nuestro país, y que tienen consecuencias terribles porque se ven agravados por las malas decisiones, la negligencia y la corrupción.
Inundaciones y sequías, ciclones y huracanes, temblores e incendios. He hablado sobre el mar comiéndose a Quintana Roo, sobre las familias esperando en las azoteas de sus casas inundadas a que los rescaten en Tabasco, sobre la principal avenida de Monterrey cayéndose en pedazos por la furia del agua que arrasaba todo a su paso, sobre el agua cubriendo enormes extensiones de Nuevo León, Coahuila, Tamaulipas, Guerrero y sobre los incendios que arrasan con cientos de hectáreas de bosques.
A 30 años de los sismos de 1985, es una oportunidad para reflexionar sobre si hemos aprendido algo de estos desastres.
Y me atrevo a decir que no.
Según Roland Kassimir, no todas las fuerzas de la naturaleza terminan por convertirse en desastres. Y John C. Mutter escribe que los desastres no son eventos, son procesos, pues hay intervención humana en esto que se supone es puramente naturaleza. Son las decisiones que se toman y que influyen en la profundidad y el impacto de los fenómenos naturales.
Entonces, causa y consecuencia se revuelven y como se pregunta uno de ellos: ¿Son las condiciones las que crean la enorme vulnerabilidad o es la vulnerabilidad la que termina por perpetuar esas condiciones?
Michael Oppenheimer, un físico que estudia el calentamiento global, afirma que “el tipo de respuesta que se tiene incrementa la vulnerabilidad”.
Y en efecto así es. Según Sergio Alcocer, del Instituto de Ingeniería de la UNAM, se han aprendido formas para evitar que los edificios se caigan y “ahora los reglamentos de construcción incluyen requisitos que, de cumplirse, pueden evitar que estos daños se vuelvan a presentar”. Pero, el punto está en esas dos palabras: “de cumplirse”.
Porque las constructoras se ahorran varilla a la hora de edificar, los edificios se enchuecan, los puentes se doblan o tienen “escalones”, se construye sobre cauces de ríos o se los desvía cuando se sabe que el agua regresa a su lugar, o en cerros que se desgajan. Se queman los pastizales para la siembra y se prenden fogatas en zonas boscosas. Los cables eléctricos cuelgan peligrosamente, las zanjas se quedan abiertas por siempre, los tanques de gas sobrepasan en mucho su vida útil y las empresas los siguen llenando.
Las inundaciones de los pasados días 2 y 3 de septiembre en la capital del país evidencian que nomás no entendemos. Si no hubo muertos, ahogados al interior de sus vehículos o arrastrados por la corriente, fue simple y sencillamente de milagro, porque a pesar de lo que sabemos, ni ciudadanos ni gobierno parecemos entender que la basura tapa las coladeras y les impide cumplir su función.
¿Qué hacer?
Elliot Aronson, estudioso de la conducta humana, dice que lo que ayuda es tener miedo. Pero entre nosotros eso parece no existir. Más bien parece como si aceptáramos la fatalidad, pues una y otra vez suceden los desastres, una y otra vez terminan convertidos en tragedias y una y otra vez no hacemos nada para prevenirlos y paliar sus consecuencias. Aunque tenemos un montón de comisiones y oficinas para prevenir, atender emergencias y proteger a la población, no sirven de gran cosa pues no tenemos una cultura ciudadana para dejar de hacer aquello que convierte en tragedia al fenómeno natural, desde una simple lluvia hasta un fuerte temblor.
Oppenheimer asegura que esto se va a poner cada vez peor, que veremos un incremento en el número, frecuencia, magnitud e intensidad de estos eventos y sus efectos serán cada vez más devastadores. Él se refiere a la naturaleza, pero lo mismo vale para la reacción social frente a ella.
Escritora e investigadora en la UNAM
www.sarasefchovich.com