La semana pasada hablé en este espacio de los migrantes y la difícil situación por la que atraviesan tanto quienes se van de sus países como quienes los reciben en otros. Para los dos lados es un impacto brutal en lo económico, en lo social, en lo cultural.

Una de las razones no menores de esa dificultad es la lengua, porque un idioma es más que palabras, es un código que remite a toda la cultura, a un esquema mental de cómo son y deben ser las cosas. Por ejemplo, hay una lengua indígena en el sur de México, en la que no existen palabras para decir familia, pero si varias para llamar a los diferentes momentos de crecimiento del maíz, que es lo más importante para ellos.

Y sin embargo, hoy el mundo parece haber encontrado una lengua para comunicarse: el inglés. Mal que bien, y aunque eso no significa que la comunicación sea también en los códigos culturales, se ha conseguido por lo menos algún modo para decirnos, entre los humanos de países y modos de pensar diferentes, lo básico de las necesidades y hasta de las emociones.

Los millones de refugiados que huyen de Siria, Afganistán, África, y que llegan a países en los que nadie habla su lengua, se expresan con palabras en inglés, haciendo construcciones lingüísticas imposibles e impensables en esa lengua, que sin embargo, nos permiten darnos cuenta de su sufrimiento.

Hace algunas semanas, un periodista de Estados Unidos entrevistó a varios de ellos que estaban atorados en Grecia, sin tener a dónde ir y sin querer volver a su lugar de origen.

Las entrevistas se realizaron en hoteles abandonados en los que el gobierno griego los metió, en la terminal de barcos del puerto de Pireo, en la que dormían en el piso, y en un par de islas, Lesbos e Idomeni, en las que antes de su llegada habitaba apenas centenar y medio de individuos que de la noche a la mañana vieron desembarcar en sus costas a unas 12 mil personas.

En casas de campaña montadas sobre el lodo, sin ningún servicio, sin alimentos y con las enfermedades que surgen y se contagian, las historias parten el alma. Se trata de seres humanos que tenían empleos, familias, propiedades, planes para el futuro, y que tuvieron que salir de sus casas con lo que llevaban puesto y cruzar caminando por el desierto o en frágiles barcazas en el mar. Son hombres, mujeres y niños exhaustos, desesperados, hambreados y sin la menor idea de lo que les espera.

Un señor de Afganistán cuenta que era traductor para el ejército de Estados Unidos y que cuando los soldados se fueron, el Talibán lo amenazó con matarlo por colaboracionista. Así lo cuenta: “Now America go. My army business is closed”.

Pero la frase que resume perfectamente la situación es la que pronunció en su entrevista el sirio Taha al Ahmad, de treinta y dos años, que llegó con su muy joven mujer y dos niños pequeños, hasta la frontera con Macedonia y no pudo seguir. Como durante días no dejó de llover, estaban sucios y empapados, el bebé de un año tosiendo sin parar y el niño de tres años sin zapatos ni abrigo. Al periodista que se le acercó para escucharlo le dijo: “I am in a very high degree of miserable”. El hombre no podía ser más claro aunque su construcción en inglés no sea la correcta.

¿Pero a quién le preocupa lo correcto? ¿Acaso lo es la decisión de los ingleses de salirse de la Unión Europea, que hicieron precisamente porque están hartos de y asustados con la migración?

Esa es la bandera que usaron quienes proponían la salida y es la que ganó, aunque la mitad de la sociedad inglesa no haya estado de acuerdo y haya sido derrotada por unas cuántas décimas.

Pero lo dije ya y lo repito: entre estos dos extremos se ha movido siempre el mundo y se sigue moviendo hoy, aunque nunca ello afectó de manera tan brutal a tantos millones de personas que están allí, frente a nuestros ojos, sufriendo y sin que parezca vislumbrarse solución.

Escritora e investigadora en la UNAM
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.c om

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