Nunca me sentí ciudadana de segunda como dicen que yo era. Al contrario, siempre me sentí perfectamente bien de ser habitante del Distrito Federal. Y eso porque aquí está y sucede todo, absolutamente todo lo que se puede desear e imaginar. Aunque últimamente les dio a las autoridades por decir que los de aquí no teníamos identidad ni libertad, algo de lo que nunca me di cuenta, pues jamás dudé de lo que soy: una ciudadana mexicana que vive en la ciudad más grande, prodigiosa y complicada del mundo y en la que siempre han existido todas las libertades, aunque algunas apenas se hayan hecho legales.

Ahora dicen que la cosa estará mejor. ¿Mejor que qué? ¿Ser estado va a resolver el problema del tráfico, de la corrupción, de la ineficiencia burocrática? ¿Va a impedir que aquí se plante todo el que quiera para manifestarse y protestar? ¿Llamarle gobernador al jefe de Gobierno lo hará mejor gobernante? ¿Tener una Constitución propia hará que se respeten las leyes?

Pobre de mí que no creo en nada de eso que me prometen los entusiastas. Y encima se me generan demasiadas dudas: los estados le dan dinero a la Federación porque recaudan impuestos y porque tienen algo que nos pertenece a todos, por ejemplo el petróleo, los puertos, las presas. Pero la capital es un gran productor de otras cosas, por ejemplo de ideas, libros, arte. ¿Cómo se va a medir esto en términos económicos? ¿Le va a entregar a la Federación lo que recibe por impuestos para que luego se lo devuelvan, en cantidad siempre menor, como presupuesto estatal? ¿Qué ganamos con esto?

Y, ¿qué pasará con todo lo federal que hay aquí y con todo lo que define a este lugar como capital? Pienso en los hospitales de especialidades, en la Universidad Nacional, el Congreso de la Unión, el Aeropuerto, la Residencia Oficial de Los Pinos y el Palacio Nacional, las instalaciones del Ejército, el INE, el Inai, las secretarías de todo, desde Gobernación hasta Cultura, los tribunales, los museos y el patrimonio cultural, sitios como el Palacio de Bellas Artes o la Cineteca Nacional. ¿De quién va a ser el Zócalo?

¿Quién va a financiar, sostener, administrar lo que deriva del hecho de que sean de toda la nación pero estén aquí?, ¿de que aquí estén las oficinas de los poderes y tribunales federales? ¿Cómo se va a diferenciar el gasto en salud y en transporte público? ¿A quién le va a corresponder la vigilancia y la limpieza de esos lugares? ¿A quién va a obedecer la policía? ¿Tendremos como en otros estados del país enfrentamientos entre los federales y los locales?

Y ya pensando en lo propio de la Ciudad de México: ¿Cómo se van a manejar las ex delegaciones convertidas en municipios? ¿Veremos crecer la burocracia que consumirá recursos y que como en todos los casos se pasará la vida quejándose de que no le alcanza el dinero y entonces no hace nada?

Nunca entendí la insistencia en esta reforma y nunca entendí cuál era el problema de seguir siendo lo que éramos. La verdad es que todo lo que dicen que vamos a ganar no lo veo por ninguna parte. Al contrario, ahora nos va a costar tener que elegir más diputados y un Constituyente y cambiar toda la papelería y pintar todas las oficinas y edificios con los nuevos logos. Para no hablar de los líos con los documentos, aunque ahora nos digan que no nos preocupemos.

Pero si nunca entendí la necesidad de este cambio, ahora ni siquiera entiendo si somos un estado que se llama Ciudad de México y que no tiene capital propia, sino sólo municipios y al mismo tiempo somos un estado que es la capital del país. Por supuesto, tampoco sé cómo nos llamaremos, aunque dice Mancera que nos va a consultar. ¿Será para hacernos creer que en algo participamos los ciudadanos? Porque en eso de volvernos estado y complicar las cosas, nomás consultó a los que ya estaban de acuerdo desde antes y no a los que aquí vivimos.

Escritora e investigadora en la UNAM
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses