Debemos preguntarnos: ¿alguien creerá con seriedad que ayuda al país expedir actas de nacimiento extemporáneas a centroamericanos para que obtengan credenciales de elector?, ¿alguien creerá con seriedad que usurpar la identidad de electores en un listado de electores en el extranjero abona al fortalecimiento democrático? ¿Podrá alguien considerar que la compra y coacción del voto o el condicionamiento de programas sociales, o la modificación de padrones de beneficiarios ayuda a legitimar los procesos electorales?, ¿alguna persona podría considerar que asfixiar a los órganos electorales locales con el suministro irregular de presupuesto para tener resultados favorables es una buena idea? Evidentemente no. Alguien a quien verdaderamente le importe la democracia no lo haría.

Las preguntas anteriores quisiera hacerlas en un contexto más amplio que el nacional. En estos días, en que se observa con preocupación cómo en varios países del orbe los valores de la democracia se pierden y los discursos demócratas pierden las elecciones, es preciso preguntarnos qué hemos hecho mal y sobre todo qué hacer. De los discursos misóginos y racistas que llegan al poder en la Casa Blanca a los enfoques aislacionistas y xenófobos avanzando en partidos ultra nacionalistas en Europa; del desmantelamiento de las instituciones de representación política en una nación de Sudamérica a la violación de derechos fundamentales por parte de poderes formales y fácticos que todavía encontramos en nuestro continente, pareciera que el espíritu democrático que inundó el mundo con la tercera ola hubiera sucumbido más bien pronto ante posiciones cada vez más intolerantes y cada vez más absolutas.

Mucho se ha escrito de que la democracia en todo el mundo está resintiendo el incumplimiento de sus sobre expectativas. Es evidente que la culpa no es del concepto en sí, sino de quienes sobredimensionaron los alcances del procedimiento de toma de decisiones (democracia formal) e, incluso, de la forma de garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales (democracia sustancial). Pero no solo de ese discurso viene el descrédito del sistema, sino también de quienes, con su discurso, buscaron minar los valores democráticos para regresar a modelos autoritarios asumiendo que eran eficaces o para imponer su visión del mundo a quienes pensaban diferente o consideraban desiguales. La realidad es que los problemas de cada generación no se pueden enfrentar regresando a respuestas eficaces del pasado, cuando el contexto social ha cambiado.

La democracia enfrenta problemas. Hay que reconocerlo. Pero cualquiera que haya sido la causa de los problemas actuales de la democracia: las crisis económicas, el desgaste del ejercicio del poder, la crisis de legitimidad de los partidos políticos, el incremento de la violencia, es claro que la salida no puede estar en destruir los pilares sobre los que descansa el sistema democrático: las reglas formales, y, por tanto, institucionales; y, por otro lado, la defensa irrestricta real, no solo en discurso, de los derechos humanos.

En ese sentido, la democracia implica un tipo de compromiso con la institucionalidad. Para que sea a través de los canales institucionales como se resuelvan los diferendos, propios del sistema. Sin embargo, es claro que para que ello ocurra, para que exista ese compromiso democrático por la institucionalidad, las instituciones deben contar con legitimidad social, la cual se obtiene únicamente cuando cumplen con los fines para lo que fueron creadas. Si queremos fortalecer a las instituciones, debemos hacer que cumplan con su función constitucional. No nos equivoquemos: el camino a la democracia está en la Constitución. Hagamos todas y todos lo que dicho texto dice y evitemos problemas. En el caso de la FEPADE, prevenir, perseguir e investigar delitos electorales, con imparcialidad, sin filias ni fobias.

Titular de la FEPADE

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