Aunque la ciencia moderna es una manera de investigar el Universo que tiene escasos tres siglos de vida, es indudable que ya se ha convertido en una de las formas de conocimiento, junto con la Filosofía, el arte o la religión, entre otras, que más afecta la vida social y económica de nuestra especie. Incluso, bien se podría decir que es aquella que más ha transformado la realidad y nuestro mundo en los últimos cien años.

Gracias a los avances tecnológicos y científicos, que por lo general van de la mano, hoy contamos con más y mejores medios para atender los diversos problemas, unos más apremiantes que otros, pero todos ellos de urgente solución, que afectan a las poblaciones humanas y al equilibrio planetario. Desde la agricultura hasta las telecomunicaciones no hay actividad que se realice hoy en día que no haya sido atravesada por las investigaciones, los descubrimientos y las innovaciones tecnocientíficas. Ante su probada eficacia para resolver problemas y la indisputable autoridad que ostenta como herramienta para conocer el mundo y comprender sus mecanismos, ¿cabe todavía preguntarse por la naturaleza de la ciencia?, esto es, ¿aún es pertinente hacerse las preguntas sobre el qué es y cómo se construye el conocimiento científico y sobre cuáles son las características que justifican su validez? Aunque contraintuitiva, la respuesta sigue siendo afirmativa. Hacer una reflexión profunda y detenida sobre esto de forma constante es útil y de suma relevancia, entre otras cosas, para separar a la ciencia de lo que no lo es y se presenta como tal.

En mi libro El método en las ciencias, escrito en coautoría con el biólogo Francisco Ayala, se establece que son tres las características principales que distinguen a la ciencia de otras formas de conocimiento: en primer lugar, tenemos la búsqueda de la organización sistemática del conocimiento y, en segundo, el propósito de explicar por qué los sucesos son como se observan. Estos dos rasgos distinguen a la ciencia de otras formas de conocimiento, como por ejemplo, el sentido común que dicta que si el cielo está nublado lloverá, pero no explica por qué llueve. Cosa que la ciencia sí hace. Aquí puede argumentarse, con razón, que la ciencia no es la única forma de entender el mundo con las dos características señaladas (la Filosofía también las tiene), y es por ello que adquiere importancia la tercera y última de ellas pues permite distinguir a la ciencia de la Filosofía, las matemáticas y las humanidades. En este sentido tenemos que: las explicaciones científicas deben ser formuladas de manera que puedan ser sometidas a pruebas empíricas, proceso que debe incluir la posibilidad de refutación de una teoría o de una hipótesis, donde hipótesis significa una nueva idea, que al ser contrastada con la realidad del mundo puede resultar verdadera o falsa.

En las ciencias básicas ninguna proposición teórica puede entonces reclamar el título de verdad absoluta, sino que es provisionalmente verdadera y se encuentra en espera de que alguna prueba la desmienta y establezca un conocimiento más preciso, detallado y amplio. El conocimiento científico es ante todo un diálogo entre una etapa imaginativa y otra crítica. La primera consiste en la creación de nuevas hipótesis o teorías y, la segunda, en la contrastación de esas teorías.

En suma, la ciencia es “el conocimiento acerca del universo formulado en forma de conceptos explicativos, sustentados por la observación empírica y sujetos a la posibilidad de refutación empírica o conceptual”. Es un proceso que va acumulando evidencias y resolviendo anomalías que surgen de las observaciones, los experimentos o de los propios conceptos que constituyen a las teorías. Ésta, por supuesto, es una aproximación imperfecta de una de las actividades humanas más complejas.

Directora de la Facultad de Ciencias de la UNAM

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