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Actualmente existe una fuerte tendencia mundial a promover, desde el nivel discursivo hasta la implementación de políticas públicas y diversas acciones del sector productivo, la cultura de la innovación y el empleo generalizado de los desarrollos tecnocientíficos. Y, en buena medida, parte de lo que se pretende es lograr que la sociedad y el consumidor común sean activos entusiastas de las mercancías e innovaciones surgidas de la industria dedicada a este rubro para lograr lo que en inglés se denomina un innovation-friendly environment, esto es, un ambiente sociocultural que acepte, adopte, valore y demande este tipo de productos.
Ahora bien, por tecnociencia hay que entender, literalmente, una actividad híbrida nacida de la íntima relación entre la ciencia y los desarrollos tecnológicos. Hoy día, en muchas áreas del quehacer científico ya no podemos imaginarnos al científico trabajando sin utilizar las herramientas surgidas de la innovación tecnológica —piénsese en la nanotecnología, la biotecnología, las agencias espaciales o las investigaciones de la física experimental que se realizan en el Gran Colisionador de Hadrones de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (LHC y CERN por sus siglas en inglés)—.
En este sentido, y generalizando, las tecnociencias se diferencian de la ciencia básica en que están orientadas específicamente a transformar nuestro mundo en múltiples niveles, más que en conocer cómo es éste y en describir los diversos modos en que funciona.
El filósofo español Javier Echeverría sostiene que se debe pasar de una actitud que espera que la sociedad se vuelva afín y receptiva a la innovación, a una en la que se promueva que la sociedad concientice y explote su capacidad heurística, para que individual y grupalmente nos convirtamos en agentes activamente innovadores más que en una masa pasiva y cautiva de consumidores. Y la clave de ésto radicaría en lo siguiente: en desarrollar políticas de fomento social de la innovación y no solamente políticas de marketing y de impulso de los productos surgidos de la investigación y del desarrollo científico-tecnológico que, las más de las veces, nace de la iniciativa privada con una finalidad principal: producir dividendos a sus inversionistas.
Coincido con Echeverría en que innovar es crear nuevos valores, pero crear valores no se debe reducir a lo económico, sino expandirse a los ámbitos sociales, políticos y culturales. Por otra parte, hay que tomar en cuenta el hecho de que las fuentes de innovación no se agotan en las empresas, la investigación científica o el desarrollo tecnológico, sino en otras igual o más caudalosas y que se encuentran tanto en las dinámicas sociales como en el trabajo de las ciencias sociales y humanísticas a las que es menester tomar en cuenta, ya en posteriores estudios sobre innovación, pero sobre todo en la construcción de un nuevo paradigma que encauce y dirija los desarrollos tecnocientíficos con una perspectiva social y una sólida base ética.
A quien se interese por conocer más a fondo las tesis del doctor Echeverría sobre este tema le recomiendo la lectura de su libro La revolución tecnocientífica, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2003.
Directora de la Facultad de Ciencias de la UNAM